Hace muy pocos días, Abdoul Aziz me habló de ellos como nunca antes lo había hecho nadie. Llegan del corazón de África, de cualquiera de las aldeas más remotas, de las kilométricas y miserables bidonvillages o de los mismos centros urbanos, alguno de los cuales haría palidecer a esas junglas de asfalto en que nos orgullecemos tanto de vivir. Lo hacen con una mochila cargada de sueños, de promesas y esperanza y con un único objetivo en su cabeza en forma de la moneda en curso, dólares o euros.
Dejan atrás un paisaje mayoritariamente femenino, rodeado de viejos sabios y resignados y de niños que nutren de significado a los términos inocencia, alegría, juego y risas. Pero su camino hacia nosotros no tiene nada de poético, ni de aventura, es una carrera permanente contra la muerte y saben que la partida muchas veces ya la ha ganado ella. Qué saben estos nuevos leones africanos de lo que les espera al otro lado, del temor que generan en los toubabs que los ven merodear por sus costas, que les temen simplemente por ser extraños, distintos, por hablar raro, que no tienen reparo en contratarles por la mitad del salario y el doble de horas o comprarles bolsos de imitación en cualquier rastro, para despreciarlos al día siguiente y hacerles cargar con otra mochila llena de putas, delincuentes y pobres.
Tiene que llegar un día en que su color de piel no sea un muro más que saltar en su interminable carrera de obstáculos (el cayuco, la muerte, los papeles, el trabajo que nadie quiere…). Y no es a ellos a quienes corresponde cambiar. No es tampoco a una clase política que en 14 años, siempre con excepciones, no ha sabido nunca estar a la altura, sea cual sea sus siglas. Porque el temor a un nuevo león africano no entiende ni de siglas, ni de estrato social. Actúa como una argamasa que une a los miserables de este lado del mundo.
Nos toca cambiar a cada uno de nosotros. Ha muerto el león número 46 en lo que va de año, que quieran saber las estadísticas oficiales, que no recogen los héroes caídos en el camino. Lo hizo dos días después de que los cantos de Sowetto reventaran nuestros teatros y acunaran su último rugido en mitad del océano.
Por Juan Manuel Pardellas
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