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lunes, 27 de junio de 2011

Los túneles de Cu Chi

La prepotencia norteamericana, de la que llevan décadas haciendo gala, provocó una de las mayores sinrazones del siglo pasado: la guerra de Vietnam. Como no es el momento ni el lugar para analizar los porqués de aquella barbarie, me limitaré a descubrir uno de los motivos por los que el ejército estadounidense tardó más de lo previsto en resolver una contienda que, según Nixon, debía quedar zanjada “en pocos días”.

Con afirmaciones así, el protagonista del ‘Watergate’ no sólo se granjeó la repulsa de unos cuantos hippies, sino que logró despertar lo que muchos catalogaron como la primera revolución pacifista de la historia. Porque Vietnam fue, y sigue siendo, un grano en el culo para Estados Unidos. Y es que, en zonas como Cu Chi, bastaron unos pocos miles de agricultores para poner en evidencia a unas tropas profesionales armadas hasta los dientes.

Como Saigón o Hanoi, Cu Chi se convirtió durante la guerra en el infierno del que tanto hablaba Rambo, el único capaz –en el cine, claro- de hacer frente a guerrilleros que, como si de fantasmas se tratase, aparecían y desaparecían dando la impresión de constituir una enorme y ficticia tropa. Sencillamente, los valerosos vietnamitas –apenas unos cientos- se limitaron a poner en práctica su conocimiento del terreno, construyendo rutas subterráneas que sirvieron de refugio a más de 10.000 habitantes y combatientes durante más de un decenio.

En Cu Chi, epicentro de los combates más cruentos, llegaron a existir en 1975 tres niveles de pasadizos subterráneos excavados en zigzag, situados a 6, 8 y 10 metros de profundidad, y con una longitud total de 220 kilómetros. Dentro de estos infinitos laberintos se organizó toda una ciudad en miniatura, donde coexistían desde fábricas de ropa y armas, hasta dormitorios, cocinas, cuartos de almacenaje, mercados, hospitales, comedores, salones, pozos y sistemas de ventilación.

Con simples palas de mano, los vietnamitas cavaban cerca de dos metros al día, y se deshacían de la tierra llevándosela en cestas que arrojaban en lugares muy distantes entre sí. Las entradas a estos túneles, rectángulos de apenas 40 por 30 centímetros de ancho, se camuflaban con vegetación, lo que hacía que pasaran tan desapercibidas que en algunos casos los norteamericanos llegaron a montar una base sobre ellos sin darse cuenta de que sus enemigos vivían debajo.

A finales de 1968, después de sufrir severas derrotas y un buen puñado de bajas, los marines descubrieron una entrada en Cu Chi, lo que sin embargo no evitó que tardaran tres años en derribar aquella fortaleza subterránea. Cansados de combatir contra sombras, y hartos del calor y los mosquitos, el ejército americano intentó destruir los túneles con explosivos y quemando gas de acetileno. Pero la dureza de la tierra y la capacidad de los vietnamitas para reparar durante la noche lo destruido, impedía que estos ataques tuvieran éxito. También se enviaron perros para localizar a los guerrilleros, pero las trampas colocadas en los túneles los mataban o mutilaban.

Como desesperada alternativa, el ejército norteamericano preparó a conciencia a un grupo de voluntarios, con el objetivo de expulsar al Vietcong de su guarida de Cu Chi. Al mando del lunático capitán Herbert Thorton, una treintena de ratas de túnel debían arrastrarse durante horas a través de las cavidades, en la más completa oscuridad, asumiendo que su vida podía acabar en cualquier momento. Sólo llevaban una linterna, una pistola y un cuchillo.

Pese a que lograron acceder al segundo nivel y provocar importantes destrozos en varios de los agujeros, más de la mitad de las ratas terminaron saliendo a la superficie llorando y pidiendo que se les relevase de la misión. Ante la contestación y división de la sociedad estadounidense, y sin lograr derrotar en Cu Chi a los agricultores vietnamitas, las tropas estadounidenses cesaron su intervención directa en la zona en 1973. El conflicto, no obstante, prosiguió hasta que en 1975, tras la toma de Saigón, se forzó la rendición incondicional de las tropas sudvietnamitas y la unificación del país, bajo el control del gobierno comunista de Vietnam del Norte, con el nombre de la República Socialista de Vietnam, el 2 de julio de 1976.

Para Estados Unidos, el conflicto resultó ser la confrontación más larga en la que se han visto envueltos jamás. De aquellos días quedará para siempre un sentimiento de derrota que los psicólogos denominan Síndrome de Vietnam, que tiene mucho que ver con aquellos fantasmas de Cu Chi a los que la tierra se tragaba con la misma facilidad con la que los situaba ante la mirada desquiciada de un marine norteamericano.

viernes, 24 de junio de 2011

Los Lakers de Phnom Penh

Ninguno de ellos llegará a ser Pau Gasol o Ricky Rubio, ni tampoco llevan anillos en sus manos. No ganan millones de dólares ni acaparan portadas de periódicos. De hecho, hace apenas tres meses la mayoría ni sabía lo que era una canasta, y aún hoy casi todos tienen problemas para botar el balón.

Pero ayer todo eso era lo de menos. Como si de profesionales se tratase, se levantaron a las 5 de la mañana, tomaron un poco de arroz hervido y algo de fruta y caminaron durante una hora para llegar al orfanato. Allí les esperaba un destartalado autobús que debía trasladarlos hasta el estadio olímpico de Phnom Penh, una instalación que todavía conserva algunas heridas de la tragedia acaecida durante la dictadura de Pol Pot.

En el pabellón principal del estadio, entre mosquitos y una sofocante humedad, mis Lakers jugaban el primer partido de su vida, un encuentro sin apenas público con un horario nada televisivo, las 7.30 de la mañana. A alguno los nervios le jugaron una mala pasada, y hubo varios que tendrán que esperar a una mejor ocasión para debutar en la cancha, porque sus familias no pueden permitirse el lujo de prescindir de manos que ayudan a mantener la casa.

Lo de menos fue el resultado, muy decoroso si tenemos en cuenta que el equipo rival nos aventajaba en meses de entrenamiento y conocimientos tácticos del juego. Incluso sus equipaciones eran más propias de otras ligas mayores, porque los míos emplearon la misma camiseta y pantalón con el que acuden a jugar al colegio dos veces por semana. Gentileza de la ONG francesa que custodia de estos jóvenes desarraigados, a los que el baloncesto saca por unas horas de esa batalla diaria por sobrevivir que dura bastante más de 40 minutos.

miércoles, 22 de junio de 2011

'La Disneylandia de Oriente’

¿Qué tienen en común Buda, Jesucristo, Mahoma, Pericles, Lenin o Víctor Hugo? A priori, y con mucha suerte, el mismo trozo de estantería en alguna biblioteca. Sin embargo, en el singular panteón Cao Dai, todos ellos son ‘santos’, y como tales son venerados desde hace casi un siglo por esta religión sincrética que sólo en Vietnam reúne a tres millones de fieles.

Fundada en 1926 por Ngo Van Chieu, un funcionario de la isla vietnamita de Pho Quoc, esta singular filosofía suma elementos del taoísmo, el confucianismo, el cristianismo y el islamismo. Su culto, cuyo nombre oficial es impronunciable (Dai Dao Tam Ky Pho Do), presenta un fuerte componente espiritista e incorpora la meditación y la supresión del ego a las prácticas religiosas habituales. No en vano, el término cao dai procede de la expresión taoísta ‘torre alta’, nombre con el que se refieren al ser supremo, representado como un gran ojo que todo lo ve.

En su formación tuvieron un papel decisivo las agotadoras y surrealistas sesiones de espiritismo llevadas a cabo por el ideólogo Ngo Van Chieu, quien durante su trance afirmaba tener visiones y revelaciones de los espíritus de personajes relevantes del arte, la cultura, la política y la religión de la época. Fue precisamente durante estas experiencias –algo psicotrópicas, diría yo- cuando comenzó a formular los preceptos del movimiento, que en la actualidad se divide en dos escuelas: la esotérica y la exotérica (no busquen en el diccionario la diferencia).

En la práctica, no obstante, los caodistas creen en un solo Dios masculino, aunque buena parte de ellos veneren también a la Madre Diosa, a la que consideran el “principio de todo”, el elemento creador. De igual modo, creen en la existencia del alma y en la posibilidad de comunicarse con los muertos, así como en la meditación, la revolución y hasta el vegetarianismo. Ello explica, por ejemplo, que los santos caodistas sean beatificados por su contribución a la cultura y el conocimiento, e incluyen a personajes tan dispares como Víctor Hugo, Juana de Arco, Descartes, Lenin, Shakespeare o Pasteur.

Sus eclécticas creencias, pese a todo, no se quedan ahí, sino que van mucho más allá. Así, creen en las cinco prohibiciones (no matar, no mentir, no robar, no vivir lujosamente y no ser concupiscente). El cumplimiento de ellas es el primer mandamiento de esta religión, que tiene en Tay Ninh a su templo madre. En él, uno puede llegar a sentirse como en una dimensión superior si se deja llevar por los cánticos, la pomposidad y el exotismo de un recinto que desde hace 70 años tiene vacante el sillón papal.

Por eso, todas las ceremonias (cuatro al día) son oficiadas indistintamente por cardenales, obispos y sacerdotes, ya sean hombres o mujeres. Éstas, en el templo, siempre visten de blanco (no importa su cargo), como símbolo de pureza. Mientras, la jerarquía masculina viste túnica, que puede ser roja, azul o amarilla según la hermandad y la corriente de influencia que siga el personaje en cuestión. Así, el amarillo define a los de la rama budista, el azul a los de la confucionista y el rojo a los cristianos.

Esta explosión de color, unida a su particular concepción, fue lo que motivó que Graham Green definiera el templo de Tay Ninh como la “Disneylandia de Oriente”. Yo, observador crítico, no vi a Mickey Mouse ni Pluto, tampoco al pato Donald. Pero sí asistí a una procesión de turistas y curiosos similar a la que atraviesa cada día las puertas de aquel mundo de ilusión que, al menos en eso, sí que se parece a esta singular forma de entender la vida.







martes, 21 de junio de 2011

Un hogar llamado Mekong


Con una longitud de casi 5.000 kilómetros y una cuenca de 810.000 kilómetros cuadrados -mayor que estados como Turquía, Chile o Zambia-, el río Mekong es el alma y el corazón del sudeste asiático. No en vano, después de dejar atrás la meseta tibetana en la que nace, serpentea vertiginosamente por China, Birmania, Tailandia, Laos, Camboya y Vietnam. En todos y cada uno de estos países, además, deja una impronta diferente, que incluso llega a marcar el carácter de todos aquellos que se acercan hasta él.

Porque el Mekong, para buena parte de la población a este lado del planeta, es algo más que litros y litros de agua color chocolate. Y es que en torno a él se instalaron hace siglos cientos de comunidades y pueblos, cuya supervivencia depende casi en exclusiva de lo que pueda llegar a ofrecer este coloso fluvial.

Para los vietnamitas, por ejemplo, el río se ha convertido en epicentro de una incesante actividad comercial, ya que diariamente sus aguas sirven de escenario a más de una decena de mercados flotantes, donde uno se siente como el capitán Nemo en Mercadona. Uno de los más bulliciosos es el de Cai Rang, ubicado a unos siete kilómetros al suroeste de la ciudad fronteriza de Can Tho. Sus puestecillos, pequeñas barcas con decenas de baches en sus cascos, tienen colgado de un mástil el producto principal a la venta, a modo de singular estandarte.

Destacan, por encima de todo, la fruta fresca, las verduras y hortalizas, el arroz cultivado en el Delta del Mekong y, por supuesto, pescados y mariscos fresquísimos que difícilmente pasarían los controles alimentarios pertinentes. Por vender, sin embargo, hay quien vende desde sillones a tabaco, y en alguno todavía se pueden encontrar se hasta serpientes, que algunos asiáticos compran no sólo para zamparse, sino también para evitar la rápida multiplicación de la población de ratas en algunas ciudades.

Pese a todo, esta kafkiana combinación de colores,
aromas y sonidos de los floating markets lo convierten a uno en espectador privilegiado y te hacen sentir protagonista de una experiencia única e imborrable. Para lograrlo, no obstante, hay que levantarse con el alba, porque es posible que más allá de las 9 de la mañana ya no haya ni barcos ni productos decentes que adquirir en estos bazares acuáticos.

En Camboya y Laos, en cambio, el Mekong no genera tantos ingresos a los cientos de miles de personas que se arriman a sus orillas. En ambos países, como en muchas otras zonas de China y Birmania, el río de los nueve dragones (como lo denominan los vietnamitas, por sus numerosos ramales) es el cobijo y refugio de familias que sacan lo que pueden de sus aguas para salvar sus míseras existencias. Para ellos, la humedad, la mugre y los insectos no son más que chinchosos vecinos a los que hay que dejar espacio, porque alguien los puso bajo el mismo techo que a estos desterrados cuyo futuro se ahoga con cada crecida.

domingo, 19 de junio de 2011

‘Check points’

Ubicada en pleno corazón del sudeste asiático, Camboya comparte un paso fronterizo con Laos, seis con Tailandia y ocho con Vietnam. A excepción del tailandés de Prasat Vihear, vedado a los extranjeros (porque las balas caen como rosquillas), en todos ellos pueden obtenerse visados de entrada sin demasiados problemas. De hecho, la mayoría de agencias de viajes y compañías de transporte que trabajan en la zona te facilitan todo lo necesario –previo generoso pago- para poder desplazarte con relativa comodidad por los cuatro países.

Sin embargo, hablar de fronteras en Asia es ir mucho más allá de un par de agentes de aduanas en el aeropuerto. Porque en esto, como en muchas otras cosas, esta parte del planeta funciona de una manera muy singular. En términos generales, no hay por qué alarmarse, porque la globalidad de la hablaba Mcluhan también se deja notar en esto del tránsito de personas. Pero sí es cierto que, con un poco de mala suerte, uno puede llegar a vivir episodios propios de una película de Buñuel.

Porque, por ejemplo, en los check points marítimos y terrestres hay quien trata de hacer su agosto a costa de los turistas. Así, además de inflar los precios establecidos de los visados (de entrada y salida), hay quien te exige dinero hasta por dejarte usar el bolígrafo. Y es que en Asia se paga por todo, y continuamente. Por eso, a la hora de hacer las maletas es bueno destinar parte del presupuesto a lo que comúnmente llamamos sobornos, esas pequeñas extorsiones ante las que los gobiernos de turno poco o nada pueden hacer.

En Camboya, pese a todo, estos ‘impuestos turísticos’ son bastante más asequibles que en Tailandia o Laos, donde no sólo hay que bregar contra los oficiales de aduanas, sino también contra organizadas redes de estafadores profesionales que monopolizan todos los servicios básicos (restaurantes, casas de cambio, tiendas de souvernirs, etc) en cien kilómetros a la redonda.

Para los viajeros avezados, los check points asiáticos pueden llegar a resultar de lo más entretenido. Básicamente, porque en nada se parecen a lo que uno está acostumbrado a ver por Europa, donde la libre circulación impide que haya restricciones de algún tipo. Todo lo contrario que aquí, donde una gorra mal puesta, una cara sin afeitar o unos pantalones demasiado cortos pueden jugarte una mala pasada. Porque si el funcionario de turno, casi siempre regordete y sin muchas ganas de trabajar, no duda en exigir unos dólares de más con la excusa de alguna nueva normativa inventada por él mismo o por una supuesta tasa recién aprobada que siempre es mejor abonar.

La experiencia, no obstante, no llega a ser en esta zona del mundo tan excitante como en Sudamérica o en Estados Unidos, donde a uno lo dejan en pelotas por menos de un pimiento. Y eso por no hablar de países como Israel o China, en los que cualquier turista es susceptible de convertirse en terrorista internacional a poco que el guardia de turno haya tenido una mala noche. En esos casos, mejor no ponerse chulito y encomendarse a todos los santos, y si es posible canturrear algo de flamenco, porque es lo único por lo que se conoce a los españoles en cualquier frontera del mundo.


Nota: La primera foto pertenece al paso fronterizo marítimo de Kaam Sammon, entre Phnom Penh y Chau Doc, mientras que la segunda corresponde al check point terrestre de Moc Bai, entre Saigon y Phnom Penh.


lunes, 13 de junio de 2011

Ruidos

A medida que uno se va adentrando en el corazón de Asia, se da cuenta de que el tiempo tiene un valor muy diferente al que se le da en otras partes del mundo. No en vano, la mayor parte de la población no entiende de horarios, y las jornadas se desarrollan entre la salida y la puesta de sol.

Este particular concepto del reloj hace que la calle no sea un mero lugar de tránsito, sino que se convierte en centro neurálgico y hogar de cientos de miles de personas. Éstas, sin más preocupación que escapar del hambre y la miseria, dedican su vida a la ardua tarea de sobrevivir, sin más leyes ni normas que las que impone el clima o el propio cuerpo.

Todo este bullicio constante puede llegar a convertirse, para un viajero accidental como yo, en una auténtica pesadilla si no toman las precauciones adecuadas. Pero aún tomándolas (en mi caso un antifaz), en urbes como Phnom Penh el silencio es un ideal utópico imposible de alcanzar, porque siempre hay alguien en algún sitio dispuesto a hacer ruido.

Entre los soniquetes que quedarán para siempre en mi memoria, mi preferido es el del patito de goma o bocina gaseosa con la que se anuncia el encargado local del reciclaje. Éste, con un carrito desvencijado como único compañero de viaje, transita por toda la ciudad a la caza de botes de plástico y latas de aluminio con los que ganarse algunos –muy pocos- dólares.

Junto a él, los vendedores de pan, frutas y comidas de dudosa procedencia son los más singulares y, por qué no decirlo, los más molestos. Con grabaciones ‘eléctricas’ que martillean los tímpanos, se lanzan en tropel a la calle a eso de las 5 de la mañana, y nunca cierran el chiringuito antes de las 10 de la noche, cuando los últimos obreros de la construcción ponen el punto y final a sus delirantes jornadas laborales. Éstas tampoco entienden de horarios en los mercados de la city, cuyos inquilinos ven la vida pasar sin más horizonte que el día siguiente.

Pero si hablamos de estridencias, sin duda en mi caso los reyes del estrépito son mis adorables vecinos. Casados desde hace medio siglo y jubilados desde hace otro medio (sí, lo sé, soy un exagerado), el tiempo para ellos lo marca su cadena preferida de televisión. Así, desde que empiezan y hasta que terminan sus programas favoritos apenas se les ve el pelo por el corredor que compartimos en nuestra vivienda refugio de Phnom Penh.

Sin embargo, cuando los créditos anuncian el desenlace de la película o el informativo toca a su fin, estos singulares discípulos de Buda comienzan un frenético trajín que acompañan de vociferantes diálogos de imposible traducción. Éstos pueden tener lugar en cualquier momento del día, aunque son más habituales entre las 6 y las 7 de la mañana, a la hora de la siesta y los fines de semana, cuando llegan de visita los parientes del pueblo.

Y es que estoy convencido de que en Asia se inventó aquello de que “a quien madruga, Dios le ayuda”, porque aquí no hay quien duerma a partir de ciertas horas. Por eso, apelando también al tópico, no queda más remedio que unirse al enemigo y acostarse temprano, porque con los primeros rayos de sol algo o alguien te hará saltar de la cama y tendrás que despedirte de Morfeo hasta que el ruido se calme y te empuje de nuevo hacia las sábanas.





El karaoke

Inventado por los japoneses hace ahora medio siglo, el karaoke es la principal afición y divertimento nacional de buena parte de la población de este lado del planeta. Los hay para todos los gustos: desde los más sofisticados, con pantallas de plasma, sonido Dolby surround y focos, hasta los más cutres, con sillones de sky, cintas de video en VHS y letras que pasan más rápido que la música.

Por países -como no podía ser de otro modo-, Japón y China se llevan la palma en cuanto a número, todo lo contrario que en Tailandia y Vietnam, donde en los últimos años parecen haber pasado de moda. En Camboya, junto a los tradicionales y genuinos -dónde sólo va uno a lo que tiene que ir-, proliferan desde hace tiempo singulares karaokes de luces de neón y féminas ligeritas de ropa. En ellos, no sólo se puede cantar, sino también dar el cante, o incluso optar por un ‘cante jondo’ si se pone sobre la mesa un buen puñado de dólares.

El procedimiento es bien sencillo. Disfrazado de bar o restaurante, el cliente de turno, solo o acompañado, entra en el local con la única y sana intención de echarse unas coplillas. Para ello, negocia con el encargado el precio de una de las salas donde explayarse a gusto frente al televisor. Luego, una vez ubicado y con la copa llena, acude a otro recinto donde escoge a una o varias acompañantes musicales. Éstas, además de cantar, deben ser solícitas con el solista o el grupo, que tiene derecho a ‘tocar’ los instrumentos y a entonar todo tipo de melodías. Previo pago, claro.

Ante esta moderna forma de lenocinio, la autoridad local competente -cliente habitual de estos lupanares operísticos- suele hacer la vista gorda, aunque ello no evita esporádicas sanciones por sobrepasar los límites de decibelios. Es lo que tiene este país, donde incluso la prostitución parece ejercerse de un modo dulce, casi inocente. Nada más lejos de la realidad.

Porque detrás de estas cantantes de karaoke, como detrás de las masajistas, vendedoras de naranjas, taxi-girls, entretenedoras y prostitutas de calle, se esconde una trágica historia de exclusión, violencia y miseria. En ella no hay escenarios, ni luces, ni fama, y apenas se oye la música. Sólo suena una canción, siempre la misma. Un viejo éxito trasnochado con una letra exasperante: “no pares, sigue, sigue”.

sábado, 11 de junio de 2011

Ladrillos y miseria

Dicen que el progreso de un país se mide por el número de ladrillos que se ponen cada día. Basándonos en esta dudosa afirmación, a buen seguro realizada por un arquitecto o un aparejador, Camboya debería encontrarse en estos momentos en uno de sus periodos económicos más boyantes.

Así, alentados por la pujanza del mercado local y por las necesidades que generan los miles de expatriados que trabajan (o hacen como que trabajan) en el país, muchos promotores y empresarios de pacotilla han decidido hacer su agosto en el sector inmobiliario. De este modo, en zonas como Phnom Penh o Siem Reap proliferan de manera vergonzante cientos de edificios de apartamentos, urbanizaciones de lujo y mansiones sólo al alcance de unos pocos elegidos.

Esa máscara de opulencia, de la que se vanagloria hasta el propio gobierno camboyano, esconde una sangrante realidad que nadie quiere ni se atreve a denunciar. La padecen a diario cientos de jóvenes trabajadores de la construcción que viven en condiciones infrahumanas hasta que el inquilino occidental llega con sus bártulos el día de la mudanza.

En general, se trata de campesinos que, ahogados por el monzón o por los especuladores del suelo, tienen que trasladarse hasta la capital para asegurar el sustento de sus familias. Sin contrato ni seguro, duermen en casetas junto al propio edificio en el que se dejan el alma. Algunos ni siquiera llegarán a verlo acabado, porque sufren accidentes que alguien tapa para no dañar la imagen del sector. Porque aquí no hay prevención de riesgos laborales, ni indemnizaciones, ni mucho menos sindicatos; sólo ratas, escombros y miedo, mucho miedo.

No hay horarios ni turnos partidos, ni subcontratas, ni personal cualificado; sólo trabajo de sol a sol, sábados, domingos y fiestas de guardar. Todo sea por mantener contento al empresario de turno, al que el país vanagloria porque contribuye a crear empleo. Éste, sin embargo, no está controlado por ninguna Seguridad Social, y el ministerio correspondiente no tiene tiempo ni recursos para exigir que se cumplan unas condiciones mínimas.

Por eso, muchos de los jóvenes que deberían construir el futuro del país son obligados a seguir levantando edificios de oficinas, viviendas de tres y cuatro dormitorios y chalets al estilo ‘La Moraleja’. En ellas todo debe estar listo para que los compradores se sientan como en casa desde el primer día; no debe faltar ni un detalle. El barrio debe progresar y esconder sus vergüenzas. Entonces, la miseria recoge su equipaje y se muda a una nueva obra que acaba de empezar. La burbuja debe seguir hinchándose y hay que velar porque nada ni nadie la desinfle.



martes, 7 de junio de 2011

La rutina del monzón


En Camboya, al igual que ocurre en otros muchos países asiáticos, no hace falta gritar eso de “que llueva, que llueva, la virgen de la Cueva”, sobre todo porque aquí más de la mitad del año se la pasa uno viendo llover. Y no me estoy refiriendo al manido tópico español que hace referencia a aquellas personas que dejan la vida pasar. No. Cuando hablo de llover lo dijo en el sentido más literal y gráfico de la palabra. Porque aquí cuando llueve, llueve de verdad.

La culpa de esta continua presencia del líquido elemento la tiene el monzón, ese fenómeno tropical que convierte a esta zona del mundo en una gigantesca piscina. Según afirman los expertos (yo todavía no me he encontrado con ninguno), la peor época para visitar Camboya suele ser entre los meses de junio y septiembre, porque es cuando las lluvias monzónicas azotan el país con especial virulencia. En la práctica, sin embargo, puede uno empaparse en cualquier estación del año, porque es algo que no controlan ni los más viejos del lugar.

Y cuando hablo de lluvia –y perdón por ser tan pesado-, no me refiero a una tormentilla pasajera de vez en cuando o al clásico ‘chirimiri’ vasco. No. Aquí no se mide en litros por metro cuadrado, ni tampoco hay centros que controlen la pluviosidad; ni siquiera hay un Mario Picazo que nos diga por dónde anda la borrasca, pero os puedo asegurar que yo no había visto tanta agua en mi vida. Esos aguaceros, que suelen aparecer a media tarde, están precedidos primero de un calor asfixiante, y después de un viento sordo que atrae nubes de color ceniza.

Ante este panorama, no queda más remedio que acelerar con las tareas vespertinas y correr a refugiarse en casa o en el bar más cercano. Mi actitud, que reconozco es algo cobardica, poco o nada tiene que ver con la que muestran los camboyanos ante estas exasperantes lluvias torrenciales. Porque, como si de una gozosa celebración se tratara, el monzón llega cada tarde sin perturbar lo más mínimo las rutinas diarias.

Los niños salen de la escuela y vuelven a casa en bicicleta; las oficinistas menean sus tacones por calles y avenidas; los vendedores ambulantes tapan con plásticos sus viandas y continúan buscándose la vida; los pobres siguen siendo igual de pobres pero dan gracias al cielo por ese agua que rebosa alcantarillas, provoca mareantes atascos y crea lagos artificiales en los parques.

Siempre ha sido así, y si el cambio climático no se empeña en decir lo contrario, aún lo seguirá siendo durante muchos años. Por eso, el país no puede detenerse, no puede lamentarse por unos pocos litros de agua y unas cuantas cabezas mojadas. Toca arremangarse y continuar con esa compleja tarea de supervivencia para la que han venido a este singular planeta. Y lo hacen sin quejarse, sin lanzar improperios ni vociferar al cielo consignas demoníacas.

Simplemente, se ponen el chubasquero, arrancan la moto, montan a la parienta y los niños detrás y caminan empapados hasta que el calor regrese y seque sus maltrechos cuerpos. Un día más. Otra tarde de tormenta. Así se escribe para cientos de vidas anónimas la rutinaria llegada del monzón.





lunes, 6 de junio de 2011

Canastas contra la pobreza

No pasa un solo día sin que este país me dé alguna lección que jamás olvidaré. Hoy la aprendí en una cancha de baloncesto de un colegio. Hasta allí llegué gracias a Amagoia, mi jefa todoterreno y nuestro faro en Camboya, y Nec, un amigo suyo jemer de origen francés. Éste, desde hace poco más de tres meses, entrena a un grupo de jóvenes del orfanato que la ONG gala PSE (Por la Sonrisa de un Niño) tiene a las afueras de Phnom Penh.

Esta organización, que lleva más de 15 años trabajando denodadamente en el país, nació del tesón y el esfuerzo de dos jubilados franceses, Christian y Marie des Paillères. Éstos, después de dos años instalados en Camboya, donde dirigían un programa de ayuda a la reconstrucción de la enseñanza primaria, llegaron por casualidad una tarde abril de 1995 hasta el basurero de la capital. Por él deambulaban diariamente cientos de niños de la calle que buscaban entre la mugre algo que rapiñar o que poder echarse a la boca. Conmovidos por lo que allí vieron, Christian y Marie decidieron crear una escuela en las cercanías del mismo basurero, donde escolarizar a buena parte de aquellos menores. Un año después veía la luz el primer centro de PSE, levantado merced a la ayuda desinteresada de familiares y amigos franceses de la pareja.

Años más tarde, el proyecto se enfrentó a otro reto todavía si cabe más complejo: saber leer, escribir y contar no era suficiente para salir de la miseria. Hacía falta dar a los niños un oficio. Bajo esa premisa, y para evitar que los chicos tuvieran que volver a hurgar entre la cochambre, PSE creó formaciones profesionales adaptadas a las necesidades de las empresas locales. El programa, que ha tenido que sortear muchos obstáculos y trabas gubernamentales, es hoy una realidad que involucra a más de 4.000 niños camboyanos de distintas edades.

Con una decena de ellos me batí en una cancha agobiante y con miles de mosquitos donde, por culpa de los ‘baches’, había que hacer malabares para controlar el balón. Descalzos, la mayoría, o con botines de segunda mano para compartir, los ilusionados adolescentes atendían expectantes tanto a su entrenador como a un servidor, que trató de dar algunos consejillos aprendidos tras miles de horas frente al televisor y cientos de crónicas escritas para el periódico.

Posiblemente ninguno de estos aprendices de Pau Gasol acabe jugando en la NBA, de la que muchos ni siquiera han oído hablar; tampoco lograrán contratos multimillonarios con los que comprarse coches deportivos y ropa de marca; ni tan siquiera tendrán la oportunidad de ser seguidos por ojeadores que los ofrecerán al mejor postor. Ninguno sueña con algo así. Sólo quieren que llegue rápido mañana para saltar de nuevo a la cancha y lanzar el balón al aro. En el horizonte está su primer partido, que disputarán dentro de dos semanas contra otros jóvenes como ellos de humildes escuelas camboyanas.

No habrá televisión que grabe el evento, ni cheerleaders exuberantes, ni banquillos cómodos, ni marcador electrónico; tampoco equipaciones con números ni nombres grabados a la espalda. Pero habrá vencedores y vencidos, alegrías y decepciones. Habrá llantos y rabia contenida por una derrota que tratarán de vengar en el siguiente encuentro. Habrá un balón, árbitros, chicos a ambos lados de la cancha, el salto inicial y un objetivo común: anotar una decena de canastas contra el peor de los rivales: la pobreza. “I love this game”.

Cuestión de género

En un país donde más del 80% de la población vive todavía en las áreas rurales, resulta una ardua tarea desarrollar estrategias que rompan con los valores tradicionales y modifiquen normas que, en muchos casos, son ancestrales. Es lo que tratan de hacer desde hace un par de años algunas organizaciones no gubernamentales, que con más o menos interés real han puesto en marcha proyectos que tienen como objetivo implementar la compleja y mediática cuestión de género.

En Camboya, mientras las generaciones mayores y las actitudes conservadoras dejan paso a las nuevas hornadas de jóvenes ‘occidentalizados’, la posición de la mujer está en estado de transición. Su lugar, como en muchas otras sociedades de todo el mundo, sigue estando en el hogar, especialmente en aquellos núcleos de población más alejados de las ciudades. Sin embargo, resulta paradójico que estas mismas féminas sean, en la mayor parte de los casos, las auténticas cabezas de familia, las encargadas de administrar los bienes y de tomar las principales decisiones de la casa.

El hombre, por su parte, monopoliza los cargos de poder más importantes y tiene un papel social dominante en el plano doméstico. Ello se debe, fundamentalmente, a la rigidez de unas normas políticas y religiosas que, si bien no discriminan de forma directa a la mujer, sí impiden que se les ofrezcan las mismas oportunidades que a ellos. Así, en buena parte de la geografía camboyana, a las niñas no se les permite vivir y estudiar en los wats (templos), no pueden opinar en las discusiones comunitarias y deben cumplir a rajatabla una serie de parámetros de supuesto ‘decoro’.

En la década de los 90, merced a la presión de la comunidad internacional, el gobierno camboyano aprobó leyes vinculadas al aborto, la violencia doméstica y la trata de blancas que mejoraron la posición legal de la mujer, aunque a efectos reales han tenido poco impacto. De hecho, para un observador crítico como yo sigue resultando muy chocante ver a jovencitas locales pasear de la mano de vejestorios europeos y americanos.

Porque, aunque la mayoría niegue la evidencia, Camboya se ha convertido en coto perfecto para los pedófilos y depravados que han tenido que huir de Tailandia, epicentro del negocio asiático de las redes de prostitución y de trata de personas.

El comercio sexual está a la orden del día y es sólo la punta del iceberg de un problema mucho más profundo. Muchas ONG denuncian casi diariamente casos de padres con escasos recursos que ‘alquilan’ a sus hijos como mendigos, trabajadores o vendedores, y muchos de los niños que se prostituyen en Camboya son vietnamitas que han sido ‘vendidos’ para el negocio por su propia familia. Estas sórdidas decisiones suelen ser tomadas por hombres acostumbrados a establecer a base de golpes las normas del hogar. Así lo reflejan algunos de los pocos estudios que, hasta la fecha, se han hecho en el país, que sólo ahora parece estar tomando conciencia de lo que significa luchar contra la lacra de la violencia de género.

La empresa se torna complicada, máxime cuando en el parlamento nacional sólo hay en torno a un 15% de mujeres legisladoras, y poco más del 10% de los cargos administrativos, de gestión y profesionales están ocupados por féminas. Pese a todo, hay un movimiento latente que no tardará mucho en salir a la superficie, y sin duda contribuirá a edificar una nueva sociedad más justa e igualitaria. Eso espero.





viernes, 3 de junio de 2011

A todo gas

Gracias a AIDA, la organización no gubernamental con la que estamos colaborando en Camboya, he podido experimentar una de las mayores y más singulares actividades que uno puede llevar a cabo en Asia, como es montar en una motocicleta.

Al igual que la primera vez que me acosté con una chica, la experiencia no fue todo lo buena que esperaba, aunque confieso que con el paso de las horas pude incluso llegar a disfrutar de eso que los moteros denominan “el lado salvaje de la carretera”. Y es que salvaje es probablemente el adjetivo que mejor define el modo en que los camboyanos circulan por esos mundos de Dios (bueno, de Buda, que es el profeta al que sigue esta gente). Además, si ya de por sí es terrible tratar de enfrentarse en solitario a la carretera con un vehículo de dos ruedas (y motor dudoso), aún es peor si uno va de paquete con las piernas colgando.

Pese a todo, puedo considerarme afortunado por tres motivos: porque mi piloto era bastante prudente, porque logramos sortear con éxito a todas las vacas y perros que nos cruzamos durante la travesía y, por último –aunque no menos importante-, porque el monzón esperó a que llegáramos hasta nuestro destino para desatar toda su ira contra nosotros.

En cualquier caso, también he de decir que fui uno de los dudosos integrantes de la ínfima lista de personas que usan el casco en este país. Y, por encima de todo, no me convertiré en el nuevo Jorge Lorenzo porque he decidido aplicar con severa rigidez el refrán español que dice aquello de “una y no más, Santo Tomás”.

En este sentido, podría ofrecer una amplia lista de motivos que me han llevado a tomar esta decisión, y a buen seguro que todos ellos serían inconsistentes. Pero la verdadera razón por la que no pienso repetir esto de montar en moto por Camboya, es porque “no me da la gana”. Me he dejado la espalda en el intento, he tragado polvo y mosquitos suficientes como para poner un criadero, me he roto por la entrepierna el único pantalón que me quedaba intacto y he visto a la muerte saludándome en una docena de curvas. Bueno, quizá esto sea una exageración, pero me viene muy bien para darle algo de dramatismo al asunto.

Sea como fuere, y al igual que hacen cada día cientos de cooperantes de verdad, a veces es necesario coger la moto y dejar que la carretera te lleve hasta algunos de los rincones más espectaculares de este bello país. De hecho, mientras contenía la respiración a bordo de la burra (como califican los moteros a sus máquinas), descubrí un pequeño paraíso verde llamado Mondulkiri. Allí moran los recios bunongs y sus nobles elefantes, cuyos mahouts (sus cuidadores) conocen como la palma de su mano esta zona salvaje de Camboya, donde sólo habitan dos personas por kilómetro cuadrado.

Así, desde el incómodo sillín de la moto, atravesé colinas, plantaciones de frutales y hortalizas y me sumergí en un ‘mar de jade’, un lugar de ensueño y clima benévolo donde si eres afortunado (yo preferí no serlo) hasta puedes encontrar osos, serpientes y tigres. Felinos aparte, por arribar a este pequeño oasis aún a salvo de especuladores y empresarios madereros, vale la pena apretarse los machos, contar hasta cien y dar gas hasta dejar vacío el depósito de gasolina. Allá vamos.