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sábado, 30 de abril de 2011

La isla infinita

Verdes arrozales, bucles de olas tentadoras, ceremonias cautivadoras, danzas hipnotizantes y playas, decenas de paradisíacas playas. Todo eso y mucho más es Bali, una de las islas más turísticas y visitadas del planeta; un rincón para perderse con más de 3.000 años de antigüedad.

La primera impresión, para un viajero novato como yo, no es nada halagüeña. Calor, humedad, tráfico caótico, comidas que difícilmente llegan a los mínimos exigibles y la continua sensación de ser visto como un extraterrestre. Aunque yo en realidad diría que, en un primer momento, me sentí como Paco Martínez Soria paseando con el pollo debajo del brazo por la Gran Vía madrileña. Y es que Asia, para lo bueno y para lo malo, es como Woody Allen, que nunca deja indiferente a nadie.

Sin embargo, una vez se van superando los miedos y complejos iniciales, uno se va abandonando y empieza a descubrir todo lo que puede llegar a ofrecer Bali y los balineses. Porque en esta singular isla el término ‘pequeño’ no es precisamente sinónimo de ‘limitado’. Aquí todo es exuberante y magnificente, desde los placeres de la cocina local al hedonista reposo en el spa. Desde una cerveza Bintang vespertina bien fría hasta una acalorada noche de discotecas y clubes, siempre se puede decidir la intensidad que uno quiere ponerle a su estancia.

Como si de una metáfora se tratase, y como su propio nombre indica en el dialecto local, Bali es una continua ‘ofrenda’ para el visitante, que desde que aterriza en el aeropuerto debe tener claro qué Bali pretende vivir. Nosotros todavía estamos en ese proceso de necesaria adaptación a una cultura donde todo se puede comprar y vender, donde apenas hay reglas escritas y el tiempo pasa más lento de lo habitual.

Así ha sido siempre y debe seguir siendo, avisan los balineses, una sociedad tradicional e intensamente comunal que se ha visto obligada a asumir el boom turístico después de siglos de continuos conflictos con los colonizadores. Éstos, en su versión más integrista, incluso rompieron la magia que envolvía a la isla con dos sangrientos atentados terroristas en 2002 y 2005, lo que provocó una brusca caída del turismo y dejó a miles de familias sin el sustento que éste le generaba.

Tras reconsiderar su papel dentro de la geopolítica mundial, las aguas volvieron a su cauce y los visitantes a los hoteles. Y con ello, Bali asistió a su enésimo proceso de redefinición, un cambio que ha provocado que en zonas como Kuta o Seminyak los templos compartan espacio con los McDonald’s, las tiendas de Ralph Lauren y los concesionarios de Porsche, los nuevos inquilinos de un país donde el sueldo medio apenas supera los 80 euros al mes. Pero quizá ahí es donde radica el verdadero encanto de Bali, en el perfecto contrapunto entre lo moderno y lo tradicional; entre el torbellino artístico de Ubud y las caminatas neblinosas entre volcanes; entre los apacibles pueblos costeros de Amed, Lovina y Permuteran, y el cosmopolitismo playero de Legian.

Con todo, Bali, la ínsula más exótica y extravagante de las cerca de 7.000 que forman el archipiélago de Indonesia, es y seguirá siendo un refugio paradisiaco al alcance de todos los bolsillos. Lo dice un mileurista al que todavía le quedan dos semanas para explorar algunos de los cientos de rincones que esconde esta isla infinita.




miércoles, 27 de abril de 2011

Algo más que canguros y koalas

Con sólo dos días como bagaje, confieso que no soy una voz demasiado autorizada para valorar los pros y los contras de un país tan vasto como Australia. Sin embargo, después de patearnos (literalmente) durante casi 30 horas buena parte de su capital, Sydney, sí puedo ofrecer una pequeña disección de lo que para mí es la sociedad aussie.

Sin duda, con 19 millones de habitantes y una superficie de casi 8 millones de kilómetros cuadrados, la inmensidad de este país proporciona una gran diversidad de paisajes, que van desde un espectacular y frondoso bosque tropical en el Norte, a esbeltas y tortuosas montañas nevadas y bosques de eucaliptos en el Sur. A ello se le añaden algunas de las más deslumbrantes playas del planeta y un inhóspito desierto en el centro.

En todos sus rincones, Australia desprende una extraña mezcla entre el más puro oeste americano y la arraigada tradición británica (el legado genético de los presos ingleses e irlandeses que ayudaron a construir el país es aún evidente), un ecléctico cóctel que tiene su epicentro en la cosmopolita Sydney. Todavía hoy, ya desde la distancia, conservo en la retina el momento en que arribamos a Harbour Bridge.

Con el puente a un lado y el edificio de la Opera al otro, me sentí como el anciano que regresa a su casa medio siglo después. Y no precisamente porque tenga ascendentes aborígenes, sino porque estando allí pude seguir el trazado de cada una de las bóvedas que diseñó el danés Jarn Utzon, y pude marcar con un cartabón imaginario todo el engranaje metálico de uno de los iconos más importantes de este lado del planeta. Era como escapar de una fotografía y hacer tangible lo imaginario. Fue, sin duda, un sueño hecho realidad.

Pero Sydney es mucho más que un puente y un auditorio. En cada calle, en cada plaza, en cada esquina, nace el germen de la multiculturalidad. Más de 120 nacionalidades se abren sincrónicamente en un abanico de colores, razas y condiciones. Y gracias a este melting pot cultural, todo ocupa su espacio, su sitio. Lo tiene en la City, en sus rascacielos y sus multinacionales; en The Rocks y en sus bares de copas; en Darling Harbour y en sus museos; en Darlinghurst y en sus galerías de arte; en Bondi Beach y en sus cafés.

Por poner un ‘pero’, quizá Australia no ha sabido o no ha querido dar a sus ancestros, los aborígenes, el lugar que merecen, relegándolos a guetos estigmatizados. En eso, como ya he advertido antes en este mismo cuaderno de bitácora, bien harían los aussies en copiar algo de sus vecinos los kiwis, mucho más respetuosos con los verdaderos dueños de la tierra que ahora ocupan.

La historia, caprichosa ella, les dará una nueva oportunidad, y seguro que los australianos la sabrán aprovechar. Así lo dictan sus escuelas multirraciales, la apertura de sus fronteras a los europeos y las oportunidades laborales que brinda un país que preserva hasta la tierra que entra y sale de las botas de los turistas. Ese celo, que particularmente no comprendo, los convierte en referente de la conservación del patrimonio natural y la lucha contra el cambio climático, que aquí está presente con especial virulencia, o eso es al menos la impresión que nos llevamos nosotros después de ser testigos de las cuatro estaciones en sólo 48 horas.

Con todo, y con las reservas propias del viajero de paso, no puedo dejar de recomendar que la gente visite Australia, al menos una vez en la vida. Es mucho más que unos cuantos koalas y otros pocos canguros. Lo dice alguien que no vio a ninguno de estos dos simpáticos animalillos, lo que me hizo ganarme una nueva bronca de mi mujer, que aún está esperando ver a un kiwi.









sábado, 23 de abril de 2011

Silencio y escombros

Una ciudad desolada, desnuda y triste. Así es ahora Christchurch, el destino final de nuestra primera etapa. Apenas dos meses después del trágico terremoto que sacudió a esta parte del país, la capital de la región de Canterbury asiste con pavor a las numerosas réplicas que se suceden casi semanalmente desde aquella lúgubre mañana del 22 de febrero.

Con el centro histórico convertido en búnker custodiado por el ejército, sus habitantes tratan de volver a la normalidad entre excavadoras y escombros. Muchos lo perdieron todo, y otros viven con la angustia de no saber aún si podrán regresar a sus casas. En medio de todo este paisaje de ansiedad y desesperación, los contratistas hacen su agosto y los turistas captan en sus cámaras lo que queda de una pequeña metrópoli de diseño gótico.

Tendrá que pasar mucho tiempo (quizá demasiado) para que su imponente catedral se recobre de las heridas, para que las bateas vuelvan a surcar el río Avon y para que su centenario tranvía atraviese de nuevo la urbe más inglesa de toda Nueva Zelanda. Para los viajeros de paso como nosotros, el llanto de Christchurch apenas se oye desde el valle de Waipara, Akaroa o el condado de Mackenzie, pero se hace más desconsolado a medida que uno se acerca a los cafés destrozados de High Street o las colecciones dañadas del Arts Centre.

Quizá haya sido mejor así; quizá este manto de silencio y tristeza típico de Viernes Santo sea la mejor forma de dejar atrás un país que nos ha fascinado desde que lo pisamos por primera vez hace ahora un mes. Puede que la imagen dañada de esta encantadora ciudad nos empuje a regresar algún día, para contemplar tal como fue la zona más cosmopolita y multirracial de este lado del mundo.

Porque, al igual que nosotros, Christchurch mira hacia delante con optimismo, con la ilusión de saber que habrá más destinos mágicos por descubrir, gente interesante a la que conocer y capítulos nuevos que escribir.





Mochileros



“Hay mil vidas diferentes y cada uno debe escoger la suya”. Con esa frase se presentó ante nosotros Nuria, una doctora en Antropología catalana que un buen día decidió pedir una excedencia en su trabajo fijo para dar la vuelta al mundo. Con la mochila como única compañera de viaje, ha recorrido varios continentes y más de medio centenar de países. Su espíritu nos sorprendió cuando cruzamos las primeras palabras en español con ella (algo que aquí se agradece mucho) en un backpacker en Akaroa, y nos fascinó todavía más cuando nos desgranó sus andanzas por medio planeta y nos sumergió en su tesis sobre los ritos funerarios de las tribus indonesas.

Nuria es una más de entre los cientos de mochileros que cansados de rutinas se embarcan en una aventura que, según ellos mismos explican, cambia para siempre sus vidas. Los hay de todas las nacionalidades, razas, colores y condición social, aunque sorprendentemente son mayoría las chicas de entre 20 y 30 años que viajan solas. Desde nuestra cómoda adolescencia de sillón, acciones así sólo pueden llevarlas a cabo personas de espíritu libre, locos que pretenden demostrarse a sí mismos que son capaces de desafiar a las leyes de la lógica.

Pero nada más lejos de la realidad. Entre estos viajeros (al menos lo que nosotros hemos encontrado) hay muchos profesionales titulados, trabajadores cansados del yugo mercantilista y hasta parejas dispuestas a voltear su presente. Es el caso de Vanessa, una joven alemana licenciada en marketing y relaciones internacionales que hace nueve meses emprendió un apasionante periplo en bicicleta junto a su ahora ex pareja. Tras salir de su Hamburgo natal, donde dejó un trabajo fijo, familia y amigos, ha recorrido más de 50.000 kilómetros por media Europa (incluidas las Islas Canarias), África, América y ahora Oceanía, desde donde confiesa que quizá es el momento de volver a casa y retomar su vida donde se quedó.

De la experiencia, se queda con los cinco idiomas que ahora habla y los miles de compañeros que ha encontrado por el camino, la mayor parte de los cuales (incluidos nosotros) serán para siempre. Entre ellos está la francesa Isaline, quien tras terminar sus estudios de relaciones públicas en la Universidad de París, buscó en Australia y Nueva Zelanda una primera toma de contacto con la hostelería, donde pretende labrase un porvenir. Sola pero con un enorme sentido de la responsabilidad y sin miedo a lo desconocido, lleva tres meses recorriendo las Antípodas, y aunque tiene claro que no se quedará aquí para siempre, asegura que repetiría experiencia con los ojos cerrados.

Algo similar le ocurre a Esteban e Isa, un matrimonio sevillano afincado en Suiza que un día decidió llegar hasta Asia en coche. Así, atravesaron Italia, Rumanía, Albania, Turquía y Armenia y llegaron hasta Irán. Luego empezaron una increíble ruta por países mágicos y extremadamente complejos, como Malasia, Singapur, India, Nepal, Laos, Vietnam, Camboya y Tailandia.

Desde Nueva Zelanda viajaban ahora hasta Australia, y de ahí a Fiji, otro destino de moda de miles de jóvenes europeos que han decidido cambiar el aroma del ‘Viejo continente’ por el exotismo de las islas del Pacífico. Ligeros de equipaje, con un blog un poco abandonado y mil anécdotas que quieren reunir en un libro, para esta singular pareja siempre habrá tiempo de volver a un país como España, donde la tasa de paro supera el 20% mientras el gobierno mira hacia otro lado.

Bien es verdad que ni Nuria, ni Vanessa, ni Isaline, ni Esteban o Isa son ejemplos de nada, ni ellos lo pretenden. Pero sí representan a ese otro grupo de personas (las menos) que no se conforman con ir del trabajo a casa y de casa al trabajo por el resto de sus días. Son ese tipo de sujetos que siempre buscan un oasis en medio del desierto, algo de luz al final del túnel. Que tienen claro que hay mil formas diferentes de vivir una vida, y sólo una vida para comprobarlo.


miércoles, 20 de abril de 2011

Atrapados en la Red

Internet, ese invento maligno que crea más adicción que la marihuana, es un bien cotizadísimo en Nueva Zelanda. Supongo que algo tendrá que ver el hecho de que este bendito país esté en el culo del mundo, aunque no parece demasiado lógico en una nación miembro de la insigne Commonwelth y que alardea de ser una de las más ‘progres’ del Hemisferio Sur.

Además, si tenemos en cuenta lo cerca que están de Asia, ese gran mercadillo de las nuevas tecnologías, no termina uno de entender por qué le clavan un pastón cada vez que pretende conectarse a la ‘red de redes’. Y, lo que es todavía peor, por qué carajo va tan lenta la conexión por la que ha pagado el equivalente a una cerveza y un bocadillo de calamares (5 dólares, una hora, que vienen a ser unos 3,2 euros tirando por lo bajo).

Cefalópodos aparte, los neozelandeses han convertido su lejanía en un negociete bastante curioso. La táctica es la siguiente: cada pueblo tiene una wifi gratuita cuyo acceso se logra sólo por petición. Pero no, no crean que todo el mundo puede acceder a tan magno regalo. Sólo los establecimientos públicos gozan de ese inefable privilegio. Éstos, a su vez, optan por distintas fórmulas, que van desde la absoluta gratuidad de la conexión (un 1%) a los listos que te sacan hasta el último centavo de dólar (neozelandés, claro). También están los que te venden la burra de la conexión gratis a cambio de un cafelito o una tostada, por cuyo precio bien se podría comprar uno un chalet en La Moraleja. Todo ello por no hablar de la cobertura, que en buena parte del país es más baja que Torrebruno y encontrarla es más difícil que llegar a la Tierra Media.

La culpa, según dicen por aquí, la tiene el emporio en el que se ha convertido la Telecom New Zealand, que es como nuestra Telefónica pero en versión kiwi. Sus hotspots (centros de cobertura) están repartidos por todo el país, y son los encargados de suministrar la red a los infames y quejosos turistas como yo. Menos mal que uno ha bregado en mil batallas y aprendió en tiempos de los spectrums, lo que le permite dominar todos los trucos y, si me pongo, hasta el lenguaje binario. Por eso, basta con llorar un poco y contar una mentirijilla piadosa para que te dejen trabajar en el mismísimo despacho del director del hotel. Gracias a él, ya son 18 los capítulos de estas crónicas neozelandesas, que son posibles porque, como en la Red, siempre hay alguien al otro lado dispuesto a leerlas.


Pd: En la imagen se puede ver a Oli buscando cobertura en el hotel de Queenstown.







Heridas en la memoria


Parece mentira que un país tan apacible como Nueva Zelanda pasara buena parte de su historia reciente de guerra en guerra. Quizá fue su liberalismo exacerbado, esa misma condición que les hizo ser los primeros en conceder a las mujeres el derecho al voto. O puede que fuera su compromiso con los pueblos sometidos, que todavía hoy perdura en su ejército, que es de los que participa en más misiones humanitarias en zonas de conflicto y en el Tercer Mundo.

Lo cierto es que, debido a su incondicional apoyo a Gran Bretaña en las dos guerras mundiales, los kiwis fueron uno de los pueblos más golpeados por el nazismo, que se cobró más de 100.000 cadáveres de entre los poco más de 200.000 (el 67% de los varones de entre 18 y 45 años que vivían entonces) soldados que combatieron en el extranjero entre 1914-1918 y 1939-1945. Aquellas heridas todavía están grabadas en la memoria de la sociedad neozelandesa, que prácticamente en todos y cada uno de los pueblos de sus dos islas ha erigido monumentos conmemorativos que honran a sus caídos.

En algunos de ellos, como Alexandra, Milton o Ashburton (pequeñas poblaciones de poco más de medio millar de habitantes) apenas versan una decena de nombres, héroes anónimos que se dejaron la vida por un ideal que era el germen del actual Estado del Bienestar del país, cuyas iniciativas en materia de política exterior nunca dejan indiferente a nadie. Y si no, que se lo pregunten a Francia, a la que todavía escuece el boicot que los kiwis hicieron a sus productos después de su absurdo ataque en el puerto de Auckland contra el buque de Greenpeace, Rainbow Warrior.

Sin embargo, y quizá ello explica el reservado carácter neozelandés, los ‘aliados’ nunca agradecieron el apoyo que le brindó el ejército kiwi, al que sólo socorrieron los Estados Unidos en 1942, después de las amenazas japonesas de invasión. Y eso que Nueva Zelanda lleva a gala ser uno de los países más odiados por Hitler, al que una mujer, Nancy Wake (apodada el ratón blanco) puso en jaque tras reunir un ejército de 7.000 guerrilleros voluntarios.

Pero no sólo en la batalla destacaron los neozelandeses. Todavía hoy siguen siendo un referente de la paz y la integración. Por poner sólo un ejemplo: en 2004 empezó a emitir la televisión maorí, una cadena comprometida con contenidos puramente kiwis y que apuesta denodadamente por la revitalización del idioma y la cultura maoríes. En eso, bien harían sus vecinos australianos en tomar buena nota y respetar a sus aborígenes.

La pluralidad y el fomento de las libertades, en cualquier caso, va mucho más allá en este bendito país, donde formaciones políticas como los Verdes y el propio Partido Maorí tienen representación en el Parlamento. Y es que, como dijo el insigne físico nuclear Ernest Rutheford (el primero en dividir el núcleo de un átomo), a la sazón neozelandés: “Como no tenemos dinero, tenemos que pensar”. El resultado, gente orgullosa de su pasado y con un brillante futuro por delante.

domingo, 17 de abril de 2011

El negocio del anillo


Para la mayoría de los mortales nombres como los de Isildur, Lothorien, Boromir o Amon Hen sólo pueden sonar a dos cosas: grupos musicales de aspecto terrible o electrodomésticos de dudosa reputación. Sin embargo, para un cada vez más amplio movimiento freak, se trata de algo más que personajes o localizaciones de uno de los fenómenos cinematográficos más destacados de los últimos años: la trilogía de El Señor de los Anillos.

Rodada íntegramente en Nueva Zelanda por el pequeño pero gran director Peter Jackson, a la sazón neozelandés de pura cepa, la citada saga se ha convertido en la mejor promoción publicitaria nunca realizada antes. No en vano, además de servir para levantar la moral nacional tras años de ostracismo (en todos los sentidos), las ganancias que los rodajes dejaron en ambas islas rondaron los 400 millones de euros. Y esa cantidad sólo durante los cinco años en que Jackson y su equipo estuvieron paseándose por todo el país, que se convirtió en improvisado plató y ocupó a cerca de 50.000 de sus habitantes.

Más allá de aquel ventajoso lustro, que amenaza ahora con repetirse con los rodajes de las dos cintas que componen El Hobbit, muchas ciudades continúan hoy haciendo negocio a costa del anillo único. Aunque eso de único habría que cuestionárselo, porque yo lo he visto en una decena de tiendas por estas tierras, e incluso en alguna joyería de la Plaza del Charco del Puerto (bonita localidad de procedencia de mi señora esposa).

Así, se cuentan por miles las opciones que tiene un friki de meterse en la piel de los Frodo, Gandalf y compañía. Hay rutas a pie, a caballo, en helicóptero, 4x4, lancha rápida e incluso en globo, aunque ésta sólo está al alcance de bolsillos como los del propio Peter Jackson (no por grandes, sino por anchos). Las hay también en las que te puedes disfrazar de orco, hobbit o elfo, y también otras que recrean una batalla en la Tierra Media. Todo depende de lo que uno esté dispuesto a gastar o a aguantar, porque hay guías que son incluso más frikis que los propios usuarios.

Ello por no hablar del ‘merchandising’ que rodea a las películas, que por ejemplo ha convertido a la ciudad de Wellington en un pequeño Hollywood, donde ahora se ruedan más de una veintena de series y películas al año (incluso el anuncio del chocolate Milka, y no me pregunten por que). Siendo honesto, y después de haber pisado muchos de los lugares por donde pasó la ‘compañía del anillo’, en ningún otro lugar del planeta se podía haber recreado un mundo tan fascinante como el que presentaba Tolkien en sus novelas.

Yo, que llegué tarde a esto de Mordor, Sauron y demás, no podré entender jamás esa pasión que despiertan los libros del escritor inglés, pero sí que estoy deseando que llegue ya a los cines la primera entrega del inefable Jackson para sentirme como un hobbit en la comarca.





miércoles, 13 de abril de 2011

Salto al vacío


La verdad es que, por muchas vueltas que le doy, sigo sin encontrarle sentido a eso de precipitarse al vacío por diversión. Y mira que lo he intentado, que incluso un día me armé de valor y me fui a la taquilla de uno de esos sitios y hasta pregunté los precios. No niego que tal descarga de adrenalina pueda llegar a tener su morbillo, pero si tuviera el valor suficiente yo sería más de saltar en parapente o en paracaídas, sobre todo porque puestos a soltar un pastón, al menos amortizarlo durante algo más de unos segundos.

En Nueva Zelanda, sin embargo, debe ser donde más locos por metro cuadrado se llegan a concentrar en torno a lo que se denomina bungy, que se hizo popular a partir del salto desde la torre Eiffel que realizó el kiwi AJ Hackett en 1986. Su extravagancia fue tan aplaudida por una vasta corte de fanáticos en todo el mundo que, a su regreso de Francia, el tal Hackett y su amigo y campeón de esquí Henry Van Asch decidieron rentabilizar la hazaña y convertirla en un negocio que hoy factura millones de euros.

Muchos de ellos se generan cada día en el puente Kawarau de Queenstown, donde se instaló la primera plataforma de Hackett y Asch, la más antigua de este calado de la que se tiene constancia. Sus 43 metros de altura sobre un río verde esmeralda son, para los cobardicas como yo, un espectáculo digno de contemplar y, pese a lo que pueda parecer, una actividad sumamente controlada y que no entraña riesgo alguno (si no padeces del corazón, claro).

Como no podía ser de otro modo –dado que se consideran los precursores de la historia-, Nueva Zelanda es el país del mundo donde más puntos de bungy jumping hay; cuenta además con el más alto del planeta, el de Nevis Highwire, que tiene ‘sólo’ 134 metros; y posee varios de los más espectaculares, como el situado en el Skyline de Auckland o el ubicado en el centro Gondola de Queenstown.

El riesgo, en cualquier caso, debe ser algo con lo que nacen los pequeños neozelandeses, porque la afición de estos muchachos por estas prácticas va mucho más allá de saltar de cabeza al vacío desde un puente con los pies atados. Así, también tienen muchos adeptos excentricidades como el zorbing (descender rodando por una montaña dentro de una pelota de plástico transparente)), el blokarting (windsurf sobre ruedas) o el sky screamer (ser disparado 60 metros hacia arriba desde un asiento fijado con cuerdas extensibles).

Para los más normales, pero igualmente con ganas de lograr un subidón, yo recomendaría el jetboating (surcar un río en lancha rápida) y el rafting, que aquí incluso se puede hacer en cavernas. Ahora bien, hagas más o menos actividades, tráete los bolsillos llenos de pasta, porque los precios oscilan entre los 100 y los 400 dólares por disparate. La factura, sin embargo, subirá si decides sacarte una foto en el momento en que te lanzas al vacío (las caras de los valientes suelen estar cariacontecidas en ese preciso instante) o si optas por llevarte tus diez segundos de gloria en un bonito cd con música de fondo.

Y es que, el negocio es el negocio, y aquí de esto saben mucho. De hecho, un touroperador se ha especializado en el cruce entre las islas norte y sur en caída libre (con paracaídas, claro, pero se llama así), y en su promoción publicitaria lo vende como "la mejor forma de ahorrarse los atascos que provocan los ferries en Wellington y Picton". Mi señora esposa y yo, ambos con dos mochilas, optamos por el barquito, más que nada porque el viento te puede jugar una mala pasada y mandarte a Australia por el mismo precio.











martes, 12 de abril de 2011

De postre, macedonia


Después de haber visto el sentido homenaje que los kiwis de Ohakune tributan a su zanahoria gigante, no podíamos ni imaginar que algo tan magno pudiera repetirse con tan pocos kilómetros de distancia, ni tan siquiera en un mismo país. Pero, como ya he repetido hasta la saciedad, Nueva Zelanda no deja de sorprendernos a cada nuevo paso que damos.

Así, mientras transitábamos plácidamente hacia Queenstown, de la que tiempo tendré para hablar largo y tendido, nos encontramos algo todavía más sobrecogedor que aquella exuberante hortaliza: una macedonia de frutas en versión XXL, un empacho de compota sólo apto para estómagos anchos.

Lo peor no fue el susto que nos llevamos, porque ya estábamos avisados por nuestra particular Biblia del camino (la Lonely Planet), sino el no haber podido hallar indicio alguno de tan magno reconocimiento. De hecho, el curioso monumento en cuestión se erige en símbolo de bienvenida de un entrañable pueblecito llamado Cromwell, que supongo que se llamará así por algún descendiente del histórico líder político y militar inglés del siglo XVII (desde el capitán Cook, aquí los ingleses están detrás de casi todo).

Pues a lo que íbamos. Que Cromwell, además de por una oveja disecada que no tuvimos el mal gusto de ver, no es famoso precisamente por sus frutas de tamaños desorbitados, sino por un trágico suceso que lo ha convertido hoy día en uno de los enclaves más visitados de toda Nueva Zelanda. Se trata de la inundación que en 1992 se llevó por delante 280 viviendas, 6 granjas y 17 huertos. El motivo, un error de cálculo de un listillo que dio el visto bueno a la puesta en marcha de una presa en el vecino villorrio de Clyde, otra singular localidad que también parece sacada del decorado de una película del oeste.

Tras el suceso, nuestra admirada Cromwell logró rescatar a cerca de una docena de sus edificios históricos más antiguos (varios de ellos de principios de 1800) y los situó unos metros colina arriba, justo donde se ubica ahora el actual municipio. Una vez restaurados, forman el llamado Old Cromwell Town, ocupado fundamentalmente por jóvenes artesanos y decoradores que ofrecen interesantes trabajos a precios competitivos. Que sepamos, ni los unos ni los otros tienen algo que ver con nuestra singular macedonia gigante que, al menos como reclamo, sí consiguió que dos turistas algo despistados lograsen detenerse en un pueblo digno de unas cuantas líneas en un modesto blog.






lunes, 11 de abril de 2011

Joyas de hielo


Aunque ya son casi cuatro semanas las que llevamos viajando por este país, nunca termina uno de asombrarse ante las joyas naturales que lo adornan. Y es que, después de haber visitado algunos de los más bellos parques nacionales del planeta, la carretera nos llevó ahora hasta los dos monumentos más destacados que alumbran la Costa Oeste neozelandesa: los glaciares Franz Josef y Fox.

Protegidos por una vasta zona de bosque tropical (donde abundan los famosos y endémicos loritos kea, que Olivia todavía está buscando), se trata de dos colosos prácticamente únicos en el mundo, ya que en torno a ellos diversos ecosistemas se aglutinan en una secuencia ecológica interdependiente. Así, a sólo unos pocos kilómetros de sus líneas de avance, aparecen playas desiertas del mar de Tasmania, lugares de encuentro con uno mismo y con el ser creador de todo este tinglado (alguien tuvo que ser, digo yo).

Porque en ningún otro lugar a esta latitud hay glaciares tan cerca del océano. Su asombroso desarrollo se debe en parte a la incesante lluvia de la Costa Oeste, que provoca que la nieve caída en las amplias zonas de acumulación se fusione con el hielo transparente –de 20 metros de espesor- y se precipite por los valles, recorriendo un largo trecho antes de derretirse.

Según reza la leyenda, una joven perdió a su amante al caer desde uno de los picos del Franz Josef, y su torrente de lágrimas se congeló formando el glaciar. Desde entonces, la magia ha acompañado a este gigante de hielo, famoso por sus mortales desprendimientos. Ello, sin embargo, no frena a cientos de escaladores que cada año llegan hasta él con la intención de explorar sus grutas y paredes interiores, las más destacadas del Hemisferio Sur.

Para los menos intrépidos -y más pudientes-, también hay numerosas empresas que organizan viajes en aviones y helicópteros, algunos de los cuales llegan incluso a aterrizar en su cima. Porque los glaciares son el santo y seña de dos pequeños pueblecitos del mismo nombre (Franz Josef Glacier y Fox Glacier), abocados a la desaparición cuando el cambio climático reduzca a aguavestas dos joyas de hielo (hasta ahora retroceden y avanzan de forma cíclica).

Mientras, asiáticos con cámaras en mano, nostálgicos caminantes y jóvenes con ganas de aventura, hacen escala en este enclave de la Westland kiwi antes de adentrarse en la bulliciosa Queenstown. Nos queda un largo camino por recorrer, aunque como los glaciares, ya vemos a lo lejos el final de nuestra primera etapa.




sábado, 9 de abril de 2011

Hasta las vacas se van a las 5

Una de las principales demandas de los padres de familia de hoy en día es la conciliación de la vida laboral y familiar. En Nueva Zelanda, como en otros muchos países del mundo (España, por supuesto, es una excepción), esta cuestión está superada ya desde hace mucho tiempo. Sin embargo, y ahí radica lo ejemplar de los kiwis, toda la población -incluidas los 40 millones de ovejas, que aquí son mayoría- cumple a rajatabla con la máxima de cerrar el chiringuito a eso de las 5.

Hay excepciones, claro que sí, pero yo todavía no he podido tomarme un café más tarde de las 6. Ni tampoco comprar pilas, regalos, ropa, cortarte el pelo, ir al dentista o visitar un museo. De hecho, excepto en Auckland, la capital oficiosa del país –que no oficial, que es Wellington-, a esas horas no están abiertos ni los puntos de información turísticos, a pesar de que por las calles lo único que hay al caer la tarde es precisamente eso, turistas.

Menos mal que el Mercadona de aquí (llamado Countdown) cierra a las 10, que si no te quedas sin cenar. Bueno, no es exactamente así, porque también puedes acudir a los siempre recurrentes chinos, los únicos especímenes para los que nunca hay horarios. Los McDonald’s tampoco cuentan, porque para este imperio, como para el de Felipe II, nunca parece ponerse el sol, ya que están por todas partes.

De la marcha nocturna, ni hablamos. Yo ya vine concienciado de que el único whiskey que me iba a tomar en un mes sería viendo una serie americana frente al televisor en alguno de los moteles donde nos hospedamos. Sin embargo, confiaba en desafiar a la lógica y encontrar algo de ambiente en ciudades supuestamente universitarias como Auckland o Wellington. Pero no, definitivamente los estudiantes neozelandeses deben montarse las fiestas en casa, como un servidor, porque ni siquiera en sábado por la noche los bares parecen tener vida.

Y es que aquí se toman muy en serio eso de trabajar para vivir, y no al revés, como ocurre en nuestro bendito país. Porque, con horarios que suelen oscilar entre las 8.30 y las 9.00 hasta las 4.30 o 5.00 de la tarde, uno tiene todo el tiempo del mundo para recoger a los niños del colegio, ir al gimnasio, sacar al perro, hacer la compra e incluso entrar al cine, actividades que en España sólo logran llevar a cabo entre semana unos pocos privilegiados. Dicho así, bien podría parecer una exageración propia de mis raíces cordobesas. Pero nada más lejos de la realidad. Hasta las vacas cogen el camino del establo a la hora del té en Londres, y mi mujer y yo podemos dar fe de ello. Prometo documentos gráficos al respecto.





Caminantes y caminos

Nueva Zelanda es un país para llevárselo en la mochila. No literalmente, claro, aunque tampoco sería demasiado complicado, ya que su extensión es de apenas 268.000 kilómetros cuadrados, poco más que la mitad de España. Metáforas aparte, se trata de un destino pensado por y para los viajeros. Más concretamente, para los entusiastas del tramping, término con el que se conoce por estos lares al senderismo. No en vano, con más de diez mil kilómetros de rutas por ambas islas, Nueva Zelanda es uno de los destinos de naturaleza más importantes del planeta. Uno, que hace tiempo que el único deporte que practica es el gimnasio un par de veces a la semana, no es demasiado entusiasta de las actividades al aire libre, especialmente aquellas que impliquen dejar el coche aparcado y andar unos metros.

Sin embargo, a medida que se va explorando este país, uno se da cuenta de que sólo caminando se llega a descubrir parte de la belleza natural que posee el vasto territorio kiwi. Basta, por ejemplo, con hacer una cómoda ruta de una hora y media por el Parque Nacional Abel Tasman, para llegar hasta la recóndita Coquille Beach, donde el tiempo se para y la tierra se funde con el mar.

Con algo más de tiempo y si uno es un verdadero friki, en el Tongariro National Park se puede llegar a los pies del Ngauruhoe (2.287 metros), célebre por haber representado al monte del Destino (coloquialmente Mordor, aunque dice Olivia que es el habitáculo del ojo/ser maligno/Sauron) en la trilogía de El Señor de los Anillos. Yo, que soy más de las películas de suspense, la convencí de que nos quedáramos más cerca del coche y el parking y realizásemos un paseo de dos horas hasta las cascadas Taranaki, un lugar realmente increíble que, como no podía ser de otra manera, también fue transformado por el inefable Peter Jackson (a la sazón director de la famosa trilogía) para presentar al personaje de Gollum (aquella criatura que encontró el anillo único, según explicación de mi esposa). Sortijas aparte, el citado Tongariro -que fue el primer parque nacional creado en Nueva Zelanda (1887)- impresiona por la paradójica calma de sus volcanes activos, sus lagos de mil colores y la inmensa variedad de flora y fauna endémica.

Pero sería poco prudente por mi parte destacar sólo una de las muchas maravillas naturales que alumbran estas tierras, que hace apenas un siglo contaban con una superficie verde tres veces mayor a la actual. Porque quizá ahí radica el secreto de Nueva Zelanda, en su juventud. Su forma actual apenas tiene diez mil años (fue el último país en separarse del ‘supercontinente’ que incluía a África, Australia, la Antártida y Sudamérica) y aún hoy continúa estando a merced de las fuerzas de la naturaleza, porque está situada en el punto de colisión de dos enormes placas tectónicas, la del Pacífico y la Indoaustraliana.

Con esta 'espada de Damocles' bajo sus pies, conviene darse prisa en visitar estas islas, y mejor hacerlo caminando. Rutas bien señalizadas, senderos para todos los gustos y edades, puntos turísticos y zonas de acampada con baños, rampas para discapacitados y, lo que es más importante, una enorme y continua sensación de seguridad. Y es que, por señalizar, hasta te indican que circules con precaución al anochecer, no vaya a ser que atropelles a un kiwi, el pájaro símbolo y emblema de un país que yo guardaré para siempre en mi mochila.

martes, 5 de abril de 2011

Orgullo patrio

Ahora que están tan de moda los nacionalismos, bien harían muchos países en aprender de sus vecinos cómo se articula un sentimiento nacional sin necesidad de apelar a cuestiones políticas o ideológicas. Basta con poner a 15 tipos grandotes y con cara de bestia sobre un tapiz de césped y unirse en torno a un cántico: “Go All Blacks”.

El rugby, ese deporte que, siendo de los más duros, es posiblemente uno de los más nobles que existen, es toda una religión en Nueva Zelanda. No en vano, la pasión que genera bien podría compararse con el fervor que le profesan los sevillanos a su Semana Santa (permítaseme la vanal comparación). Sólo así se puede explicar que los periódicos nacionales dediquen sus portadas o las televisiones inicien sus informativos con la crónica del último encuentro de la selección nacional.

Un equipo que además representa el carácter integrador del pueblo neozelandés, capaz de aglutinar a toda una maraña de nacionalidades bajo una misma bandera. Todo nació un 14 de mayo de 1870, cuando el Nelson Rugby Club y el Nelson Collegue disputaron el primer partido oficial de un deporte que trajeron consigo a las islas el capitán Cook (quien si no) y sus adláteres. Paradójicamente, ese emotivo encuentro tuvo lugar al pie de la Botanical Hill de Nelson, donde una aguja señala el centro geográfico del país.

Desde entonces, el deporte del balón ovalado no ha parado de crecer, situándose por delante de otros también vanagloriados aquí, como el cricket y la vela. Sí, oyen bien, crícket y vela, porque en este bendito lugar incluso hay personas que no saben quiénes son Messi o Cristiano Ronaldo, y además creen firmemente que 'Magic' Johnson es el propietario de una hamburguesería que le hace la competencia a McDonald’s.

Pero el rugby en Nueva Zelanda no sería nada de lo que es hoy por dos poderosas razones: los maoríes y los aficionados. Los primeros contribuyeron a forjar la actual leyenda de los All Blacks, posiblemente la mejor selección nacional de todos los tiempos. Los segundos, por su parte, hacen posible cada semana que este deporte se convierta en un espectáculo, no sólo en los estadios, sino en todos los rincones de las islas. Por ello, no es de extrañar que desde hace meses el país entero sueñe con la llegada del mes de septiembre, cuando arrancará en Auckland la Copa del Mundo. Ésta será si cabe más especial en esta edición, ya que los otrora invencibles neozelandeses buscarán un título que se les resiste desde hace más de dos décadas (ganaron la primera edición en 1987), y que incluso hace cuatro años provocó una trágica oleada de suicidios en el país después de una dolorosa derrota en los cuartos de final ante Francia.

La selección, no obstante, no es la única que levanta pasiones en tierras kiwis. La liga nacional (la llamada ‘Super 14’) constituye una auténtica guerra entre el Norte y el Sur. Así, ciudades como Auckland, Wellington, Queenstown o Christchurch sacan a sus huestes a la calle para empujar a sus escuadras, que llenan recintos de más de 40.000 personas. Mientras, la televisión contribuye al espectáculo ofreciendo cada semana varios partidos en abierto en horario prime time, algo reservado en Europa sólo a las grandes ligas de fútbol.

Por tener, el rugby tiene en Nueva Zelanda hasta un imponente museo nacional, ubicado en Palmerston North, en cuya impresionante sala central se exhiben, entre otros, un jersey de 1905 del primer jugador maorí que fue internacional y el silbato con el que se decretó el inicio de la primera Copa del Mundo hace un cuarto de siglo. En apenas cinco meses, ese mismo silbato quedará silenciado por un grito desgarrador y unánime en todo el país: “Go All Blacks”.







lunes, 4 de abril de 2011

Comunas del siglo XXI

Como uno va haciéndose mayor, no suele estar para muchos ajetreos. Así, cuando viajo suelo hacerlo solo o en pareja y, sin excesos, buscando la maxima comodidad y un poco de tranquilidad. Por eso, cuando pisé mi primer albergue para mochileros o backpackers neozelandés (que no será el último) me sentí tan perdido como cuando descubrí el sexo. Fue como si me convirtiera en el personaje al que todos vilipendian en una película de universitarios americanos.

Habitaciones con literas, cuartos de baño y duchas compartidas, basura y platos por fregar en la cocina, mucha cerveza, drogas blandas y casi todo el mundo hablando en lenguas para mí babilónicas. Por si esto fuera poco, tuvimos (menos mal que las penas compartidas son algo más llevaderas) la fortuna de ser agraciados con la habitación enclavada en el lounge, que en mi pueblo viene a ser el patio o, si se quiere ser más fino, el porche. Ello nos obligaba a saltar (literalmente) por encima de media docena de hippies ociosos cada vez que pretendíamos tomar el fresco o, simplemente, satisfacer nuestras necesidades más básicas. Eso por no hablar de los problemas para lograr un hueco para hacernos la cena, en medio de aprendices de Arguiñaño y restos de todo tipo de condimentos y salsas.

Sin embargo, una vez superadas las ganas de escapar y pagar una fortuna por alojarme en una placentera habitación de hotel con baño propio y desayuno incluido, empecé a darme cuenta de lo que realmente puede llegar a ser un backpacker. Bastó con encontrar a la única española que posiblemente esté ahora en Nueva Zelanda (gracias Mayte) para aprender el rito iniciático que supone vivir en estas ‘comunas del siglo XXI’.

Porque no todo es tan malo como parece (en Córdoba, ademas, somos muy exagerados). De hecho, con el paso de las horas comenzamos a mirar con otros ojos a nuestros singulares vecinos. Así, los hippies hediondos (palabra muy canaria ésta) se convirtieron en estudiantes universitarios; los fumadores de porros en alumnos de posgrados y masters; y los punkys y rastafaris eran en realidad trabajadores cualificados y hartos de la patronal, como el 99% de los mortales.

Muchos son alemanes y franceses que, una vez terminados sus estudios, deciden tomarse un año sabático viajando por el mundo. Pero también hay australianos, ingleses, irlandeses, italianos, israelitas o turcos que un día decidieron romper con todo y buscarse las habichuelas a miles de kilómetros de casa. Y no, contrariamente a la imagen que se pueda tener de ellos, estos sujetos no suelen hacer camino a costa de sus progenitores. Aunque siempre hay algún vividor de medio pelo, casi todos se buscan la vida para ir tirando, lo que al final termina uniéndolos y convirtiéndolos en una gran familia. Son jóvenes valientes capaces de desafiar a la lógica de las crisis y los reparos en pos de un sueño, como un servidor, pero con menos entradas en el cuero cabelludo, claro.

Ya lo decía mi abuela: “Cada uno es de su padre y de su madre”; y en la variedad está la diversión, añadiría yo. La convivencia, sea a la edad que sea, siempre enriquece, aunque más vale mejorar el inglés si no quieres que se te queme el pollo por no haber entendido cómo funciona el microondas.

sábado, 2 de abril de 2011

El Festival de la Zanahoria

Si Bugs Bunny eligiera un sitio como retiro tras su exitosa carrera cinematográfica, sin duda eligiría Ohakune. Porque este pequeño municipio de apenas 1.400 habitantes está considerado como la capital mundial de la zanahoria. De hecho, la hortaliza está presente en el devenir cotidiano de las gentes de este pueblecito, que la emplean como ingrediente no sólo en ensaladas y guisos, sino también en hamburguesas o pizzas.

A pesar de que fue sólo un lugar de paso para nosotros, necesitaba dedicar unas líneas al lugar que lleva a gala haber cultivado la mayor zanahoria del mundo, la misma que ahora preside la entrada al pueblo. A mí me parece demasiada hortaliza para tan poco municipio, pero si ellos lo afirman no seré yo quien lo ponga en duda.

Y es que Ohakune lleva la zanahoria grabada a sangre en su propio nombre, pues es el término que en maorí se emplea para definir a tan magno vegetal. Como no podía ser de otro modo (porque siempre están en todas partes), fueron los colonos chinos quienes en los albores de 1900 empezaron a cultivar la hortaliza en esta zona de Nueva Zelanda. El éxito de las primeras producciones fue progresivamente atrayendo a nuevos agricultores, que no dudaron en despejar incluso con explosivos los terrenos donde poner en marcha nuevas plantaciones.

Como una cosa lleva a la otra, y con el alcohol y la juerga como añadido, hacia 1930 se instauró el Festival de la Zanahoria (The Carrot Festival, que dicen aquí), que coincide con el Martes de Carnaval en esta parte del mundo. Para tal ocasión, los lugareños se visten de color naranja y celebran un concurso de lanzamiento de zanahorias, a cuyo último ganador sin duda me habría gustado entrevistar si hubiera tenido más tiempo.

Dicho evento, que aquí tiene lugar en torno al mes de julio (una época que considero mucho más acertada para celebrar unos carnavales), atrae cada año a más de 5.000 jóvenes deseosos de probar las zanahorias y, de paso, emborracharse (una excusa como otra cualquiera). Lo irónico del caso es que no es necesario recurrir a las propiedades depurativas y oculares de la hortaliza, ni tan siquiera a los placeres banales del alcohol y el sexo, para convencer a los viajeros de los encantos de esta agradable población, un singular retiro invernal que, más allá de las zanahorias, ofrece un sinfín de actividades a los amantes de la montaña y la nieve.

viernes, 1 de abril de 2011

Personajes del camino

Los días siguen pasando rápido, pero como queda mucho camino por delante los seguimos afrontando con la misma ilusión que el primer día. Bien es cierto que, teniendo en cuenta lo que nos ha costado llegar hasta aquí, nos gustaría que las horas transcurrieran mucho más lentas y que muchos de los momentos que estamos viviendo se quedaran congelados para siempre.

Pero hay que seguir andando o, en nuestro caso, haciendo carretera. Durante el trayecto, que todavía ha sido relativamente corto (en torno a unos 1.000 kilómetros desde que arribamos a Auckland), nos hemos ido encontrando con numerosos compañeros de travesía, algo muy propio cuando se viaja como nosotros en un país como éste, que recibe a muchos visitantes al año.

Los hay sosegados y amables como la peruana Sylvia, con la que nos topamos en la Sky Tower de Auckland. Fue la primera persona con la que pudimos hablar durante un rato en castellano, algo de agradecer tras varios días de batallas dialécticas con el inglés que emplean aquí. Después de terminar sus estudios en su Lima natal, su madre la empujó a ver el mundo antes de casarse (“no vaya a ser que te salga un marido huraño que no te lleve de viaje”). Y a fe que siguió su consejo.

Tras recorrer España, donde vive su hermano, y Estados Unidos, conoció a su actual marido, un profesor neozelandés que la convenció para viajar hasta aquí, donde lleva ya más de 25 años. Viniendo de ella, fueron reconfortantes sus ánimos y su conversación, que no pudimos prolongar porque un grupo de japoneses necesitaba el ascensor para bajar desde el cielo donde se sitúa la torre (emblema de modernidad en Nueva Zelanda) hasta el suelo.

Con muchos menos años que Sylvia pero las mismas ganas de vivir encontramos a Caterina, una joven ecuatoriana que compartió con nosotros la improvisada zona termal del río Waikato a su paso por Taupo. De madre germana, lleva tres meses viajando sola por Australia y Nueva Zelanda. Ahora la acompañan una alemana que quiere aprender castellano y un japonés que apenas sabe inglés. El resultado, un trío bastante peculiar que sólo se comunica a base de signos y gestos.

Esta es una de las cosas más fascinantes que tiene este acogedor país. Se puede viajar sin miedo a ser atracado, en el sentido más amplio de la palabra. De hecho, y aunque nosotros aún no hemos logrado acostumbrarnos del todo, en muchos pueblos las puertas de las casas están siempre abiertas y puedes dejar el equipaje en el coche mientras vas de excursión sin miedo a ser desvalijado. Es una mera cuestión de civismo, algo de lo que adolecemos en el llamado ‘Viejo Continente’.

Precisamente allí, en Inglaterra, estudió nuestro siguiente personaje: Tony. Dueño del motel en el que nos alojamos en Rotorua, su vida a buen seguro que daría para una trilogía de cine. Eso es, al menos, lo que pensamos después de nuestra primera conversación con él tras llegar a la ciudad de los maoríes y las fuentes termales.

Mis continuas preguntas sobre las mismas cosas lo sacaron de quicio al principio, pero al final terminamos intimando y hasta nos contó algunas de sus peripecias en Benidorm (“mujeres y cerveza barata”, según dijo él mismo) y nos enseñó una foto suya en moto en Las Cañadas del Teide. Mientras, su compañera (imagino que sentimental) nos ayudó a poner nuestra primera lavadora, y eso une mucho cuando uno lleva varios días usando los mismos calzoncillos.

Cathy, por su parte, se mostró algo extrañada de vernos llegar tan tarde a Whitianga, una bonita localidad de Coromandel donde tengo serias dudas de que pueda existir la vida. Después de darnos la ya tradicional jarrita/brick de leche de bienvenida, nos dedicó casi una hora en explicaciones sobre la península y las actividades y excursiones que podíamos hacer. También nos invitó a galletas y nos despidió con su eterna sonrisa.

Con Ross y Pip Baker, nuestros caseros en Turangi (la capital de la pesca de la trucha), apenas cruzamos cuatro frases, pero los tengo que incluir en este particular listado porque nos dieron wifi gratuita y nos permitieron pasar dos noches increíbles (tortilla de patatas incluida) en el motelito más entrañable que nos hemos encontrado hasta la fecha. Mis suegros pueden dar fe de ello gracias al impagable Skype, ese invento que le pone cara a las conversaciones con la familia allén de los mares.

Pero, para parejas singulares, con las que compartimos mesa en la cena maorí de Rotorua. Aunque no recuerdo sus nombres y a pesar de la diferencia de edad (las tres pasaban de los 50), sí que pasamos una velada más que agradable, que además nos permitió conocer algo más de la vida en Canadá, Estados Unidos y Nueva Zelanda, países de procedencia de nuestros compañeros. En realidad, más que un espectáculo turístico, la vista al Mitai village maorí pareció una conferencia de las Naciones Unidas, porque allí nos juntamos sujetos de 20 nacionalidades distintas. Bendita globalización.