Apenas una sombra que se mueve en la ladera del cerro (ahora unos pasos a la derecha, ahora unos pasos a la izquierda....) le delata a trescientos metros, cuando se sube al edificio administrativo del Ayuntamiento por la empinada cuesta de San Cristóbal La Larga, entre edificios en ruinas y solares llenos de matojos y gatos que se buscan el sustento entre bolsas de basura. Varias cuestas de tierra más arriba, los restos de un peldaño tan estrecho que obliga a poner el pie de lado salvan un desnivel de un metro desde donde saluda Lahrar: «Hola, ¿qué hay?». Tras él, otros cuatro peldaños conducen a su actual casa, que comparte con otros cinco marroquíes. Bueno, a su casa si por eso se entiende un espacio de diez metros cuadrados sin luz ni agua y cuyo techo es la roca. Malviven en una cueva del Monte Sacro, a sólo unos pasos del viejo molino donde hallaron muerto el lunes por la noche a un compatriota.
La muerte de Mimoun, de 41 años, ha sacado a la luz la historia de un grupo de inmigrantes que, sacudidos por la crisis económica, se han quedado sin trabajo en el campo y las obras y sobreviven en una montaña... del centro de Cartagena. En pleno siglo XXI. Como los gatos que deambulan por el barrio (tomado por patrullas policiales tras una redada contra la prostitución), Lharar, Filali y Hassan buscan entre los contenedores. Al menos toman el desayuno en centros de caridad, como el del barrio de Las Seiscientas. Pero también hay que comer y cenar, y con el poco dinero consiguen («hay semanas que me llaman dos o tres días para trabajar en el campo», relata Lharar, de 36 años) van a la carnicería de un amigo o a la frutería de otro para comprar un melón que, a falta de frigorífico, dejan al aire libre. Aunque a las moscas también les guste lo dulce.
Cocinan haciendo leña con maderos que apilan en su hogar. Si por hogar se entiende un hueco en el monte al que se pasaba llamando a una puerta que hace poco les robaron. «Se la llevaron unos gita... para vender el hierro», comenta Filali, con cincuenta años que blanquean su bigote. Para beber y lavarse, bajan con garrafas a una fuente y se suben agua. Y, a falta de aseo, hacen sus necesidades donde pueden. Intentar usar los albergues. En la covachuela, un microondas al pie de seis colchones dispuestos en círculo llama a engaño. El enchufe está enrollado, porque no hay corriente eléctrica. De noche, se alumbran con unas velas que cuando Filali enciende dejan ver una cuerda que rodea la estancia y en la que cuelgan la muda. Sobre un bidón vacío, hay un libro editado en Torre Pacheco (de donde se vino Lharar) cuyo largo título arranca con una frase que suena a sarcasmo: El gran avance de mediados del siglo XX deja atrás...
Publicado en el diario La Verdad de Murcia
Autor: José Alberto González
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