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domingo, 9 de noviembre de 2008

De la prostitución, al corte y la confección

Es una casa de dos pisos, de paredes grises y persianas blancas, en una tranquila esquina de la ciudad argentina de Avellaneda. Desde afuera, nada delata que adentro de esta típica vivienda se esté gestando un proyecto “revolucionario” para la comunidad travesti y transexual: desde junio, en este lugar funciona la cooperativa textil Nadia Echazú, que busca ser una alternativa al destino de calle y prostitución al que están casi siempre encadenadas las vidas de las travestis. El nombre del taller es en honor a una joven travesti de Salta que dedicó su vida a la lucha por los derechos de su comunidad y que murió en 2004, a los 29 años.

La cooperativa no empezó a producir: sus 32 miembros se están capacitando. Por ahora es un taller-escuela donde las travestis aprenden desde marketing hasta corte y confección, pasando por computación. Las clases las dictan profesoras, no necesariamente travestis, solidarias con el emprendimiento. Para muchas de las alumnas, estudiar es algo nuevo, están satisfechas y esperanzadas: no es poco sentir, por primera vez en sus vidas, que se les está abriendo una puerta distinta de la de la prostitución, a la que aún recurren, casi todas, para sobrevivir. Probablemente, la Echazú empiece a producir en 2009. ¿Qué? Sábanas y ropa de cama. ¿Y a quiénes piensan venderles? Principalmente, la idea es apuntar al mercado gay, a distintas administraciones del Estado y al público progre.

Leila tiene 45 años y no recuerda con nostalgia las décadas en que se dedicó a la prostitución. Es contundente cuando tiene que contestar cuál es la finalidad de la cooperativa: “Se busca salir de la prostitución. Tenemos derecho a un trabajo digno. A la prostitución nos llevó el Estado y queremos salir”. Leila, clara en sus ideas, da un pantallazo de lo que perdió por haber decidido ser como es: “En cuarto año de la secundaria, tuve que dejar el colegio porque empecé a teñirme de rubia. No tenía derecho a seguir”. “Ésta es, entonces, la primera vez que puedo capacitarme”, remata. Brisa es alta, tiene 30 años y está entusiasmada con el taller. Dejó la prostitución hace dos años, en parte por ella, y en parte por su marido, al que no le gustaba que siguiera en la calle: “Yo, gracias a mi pareja, pude dejar de prostituirme. Pero si voy a buscar trabajo, no consigo por ser travesti. El proyecto de la cooperativa me gustó tanto que antes me venía desde Pilar. Ahora nos mudamos a Lanús”.

Johanna, de 31 años, cuenta cuáles fueron las clases que más le gustaron: “A mí me encantó aprender de marketing y también computación. Una al principio piensa que no va a poder, pero yo le agarré la mano. Si esto no continúa, pienso tener mi espacio propio”. Diana tiene 33 años, y vive en Laferrere: “La idea es que la cooperativa se pueda constituir en distintas sedes. Con la cooperativa vamos a poder salir del lugar de estigmatización en el que estamos. Yo no tengo una cultura de trabajo, cuesta hacerse una agenda”. Justamente ése es uno de los cambios que más las sorprende, asistir al taller implica respetar una rutina opuesta a la de la noche. “Esto nos cambia las costumbres. Te empezás a tomar el colectivo a la hora en que se lo toman todos y vas para donde van todos. Es raro”, señala Diana. Coincide Johanna: “Yo, cuando terminaba de trabajar en la calle, sentía que iba para otro lado, porque los horarios eran distintos”. “¡Ahora vamos todos para el mismo lado!”, aclara, riéndose, Diana.

La idea germinó en abril del año pasado en la cabeza de Lohana Berkins, una morocha inquieta y combativa que preside la ALITT (Asociación de Lucha por la Identidad Travesti y Transexual). “Nosotras nos dimos cuenta de que habíamos generado tensión en varios movimientos. Que lográbamos ser invitadas a foros y conferencias, nacionales e internacionales. Cuando esto sucedía, era con fines testimoniales, las travestis son portadoras de un discurso desgarrador y por eso nos invitaban. Tenían en cuenta nuestra palabra pero empezamos a notar que no nos consideraban como fuerzas productoras de trabajo. No importaba que fulanita supiera hacer tal cosa y menganita tal otra, ni siquiera el progresismo nos tenía en cuenta. No teníamos la misma suerte de los gays y las lesbianas que habían empezado a ocupar espacios de poder y hasta con buenos sueldos. Algo pasaba”, explica Berkins, dueña de un prestigio ganado por su extensa trayectoria en la lucha por los derechos de travestis y transexuales.

Saberse excluidas del mercado laboral encendió el espíritu emprendedor de ella y sus compañeras. “Pensamos que podíamos seguir interpelando el tema laboral o podríamos generar un proyecto autosustentable y autogestionado, optamos por lo segundo”, cuenta Berkins. La mayoría eran salteñas, entonces se les ocurrió lo obvio: poner una casa de empanadas. Finalmente, optaron por probar suerte en el rubro textil. El Ministerio de Desarrollo Social les ofreció unas máquinas de coser que de poco podían servirles mientras no supieran cómo seguir. El rumbo lo encontraron gracias a Hebe de Bonafini, quien invitó a Berkins a su programa radial, y se comprometió con el proyecto. En unas horas, las puso en contacto con Patricio Riffin, director del INAES (Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social). La mano que les dio este organismo fue fundamental para poder comprar la casa de Avellaneda. La figura jurídica que eligieron para la explotación comercial fue la de cooperativa. Dice Berkins: “Norma, Mirta, Cinthia, Estela, Brisa, Mabel, Gloria, Marilín, todas ejercían la prostitución para vivir; lo que más les sorprende es que todo, hasta el velador éste, sea de ellas”.

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