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miércoles, 3 de febrero de 2010

Los muertos estéticos y la muerte estática

El medio es el mensaje. El mensaje es la conciencia. La información de la aldea global ha creado un nuevo horizonte que nos hace partícipes de los problemas de otros seres humanos situados en la periferia. Pero dura lo que dura la información. Hemos cambiado los cadáveres del tsunami de Asia, las dramáticas imágenes de los cuerpos flotando entre las aguas embarradas, por los cuerpos hacinados en las calles de Puerto Príncipe, los niños abandonados, las manos o piernas asomando entre los cascotes como siniestras excrecencias de carne entre el hormigón. Los equipos de TV compiten por ofrecernos las imágenes más desgarradoras y los rescates más heroicos y los gobiernos del mundo de los ricos discuten para ofrecer a sus electores una sensación humanitaria. Es un reality show gratuito para las cadenas del planeta. Un chollo mediático.

Los medios de comunicación han convertido la tragedia de Haití en algo que nos concierne. Un espectáculo del que no somos más que espectadores, pero en el que podemos intervenir de alguna manera. La diferencia entre los muertos de Haití y los de Etiopía, Sudán, Somalia o Yemen es que los primeros son muertos estéticos, muertos para la TV y las agencias internacionales, mientras que los muertos por el hambre o por las guerras cronificadas en la tierra de las miserias no tienen relevancia informativa. Unos son titulares de primera y los otros carne de suplemento dominical; un relleno.

En África mueren por hambre cientos de miles de personas en el más perfecto anonimato. Como no salen en TV, no existen en el ámbito de nuestra conciencia global. Los muertos mediáticos deben estar causados por un terremoto, un tsunami o una erupción volcánica, que son eventos extraordinarios y apocalípticos, un decorado cinematográfico de impactantes imágenes estremecedoras que se insertan en el discurso de un mundo al borde del cataclismo bíblico o de la nueva religión del cambio climático (donde los calentólogos nos advierten del precio de nuestros pecados) y sus perversas consecuencias en la naturaleza.

Son los medios los que determinan el valor de las vidas en la bolsa de la información. Los medios, que intermedian a veces incluso involuntariamente, como un mecanismo ciego, entre los que manipulan y los manipulados. Hace un año se dispararon todas las alarmas. No era un desastre de la naturaleza, de origen tectónico, sino otro cinematográfico jinete del Apocalipsis igualmente atractivo: un virus mutado, un minúsculo asesino como el de La amenaza de Andrómeda. En marzo de 2009 las agencias y televisiones del mundo encontraron a un nuevo Godzilla en Méjico. La OMS se convirtió en un agitador de masas avanzando que la gripe A, la gripe porcina, o la influenza H1N1 (nombres mediáticos para un asesino mediático) se convertiría en una pandemia. Durante meses vivimos acojonados entre mascarillas protectoras, debates encendidos, folletos que nos comunicaban los síntomas y efectos de la pandémica gripe, tertulias en radio y TV, médicos que nos aconsejaban, políticos que nos asesoraban... El miedo nos aferró las tripas y los hospitales preparaban plantas enteras para aislar a los miles de posibles ingresos. ¿Y después? Después la gripe A desapareció de las televisiones y desapareció de las calles al mismo tiempo. Como si su vida dependiera del influjo catódico. Como si fuera nuestro miedo el que alimentara su virulencia. Desapareció con la misma discreción con la que se extinguió la encefalopatía espongiforme bovina (para el que los medios crearon el más eufónico nombre del mal de las vacas locas). Por el camino se quedaron millones de vacunas, que se compraron ante la amenaza de para que ahora reposen en depósitos, del rincón en el ángulo oscuro porque no volverán las oscuras golondrinas a colgar sus miedos de nuestros balcones. No estos miedos. Serán otros y otras vacunas.

Ahora somos solidarios con Haití. Incluso mucha gente la ha descubierto en el mapa. Pasará su momento, como pasó el de Indonesia, y los supervivientes volverán a la miseria y el hambre anónima que tenían antes del terremoto. Unos pocos seguirán apadrinando niños, colaborando con ONGs, confiando en que parte de sus ayudas llegue a los más necesitados del mundo (además de pagar los sueldos y la burocracia de las estructuras de ayuda y superar la corrupción de algunos gobiernos). Y todos tendremos de nuevo la conciencia en paz. Hasta la próxima catástrofe. La próxima superproducción mediática. La próxima sacudida de muertos estéticos de primera plana y telediario. Y mientras, la otra muerte, estática, cotidiana, vulgar, seguirá cobrando su silencioso saldo lejos de los focos y los titulares. Y como no es noticia, no existe.

Por Jorge Bethencourt (Los Idus de Marzo)

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