Recuerda que iban 176 personas en el cayuco y que, mecido por las olas, vio a lo lejos una hilera de troncos flotando que resultaron no serlo. Eran cadáveres. Los troncos eran cadáveres de personas. Recuerda que salió para llevar dinero a casa, para ayudar a que sanara padre y para repartir algo entre los seis hermanos; para que comieran más y se hicieran más fuertes sus hijos, el pequeño Gallas, de siete años, y la pequeña Mamediara, de cinco.
Recuerda también que su mujer le dijo al cabo, cuando no le alcanzaba ni para mandar un euro a Senegal, que lo abandonaba, que quería el divorcio, que menudo Marco Polo de ébano. La única buena positiva que le han dado a Mor Ndiaye desde que partió hacia Tenerife en agosto de 2006 le llegó el pasado 9 de febrero, cuando le comunicaron el indulto que le había concedido el Gobierno. Pero ya ni recuerda qué hacía un hombre como él cuando se encontraba una alegría tirada por el suelo.
Mor tiene 35 años, ojos de haber visto mucho y un sueño desportillado. Fue condenado inicialmente a ocho meses de prisión y a una multa de más de 1.000 euros por vender copias pirata en las aceras. Le conmutaron la pena por el destierro: 10 años sin pisar el territorio Schengen.
Publicado en el diario El Mundo
Autor: Pedro Simón
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