Me gusta tener judíos. ¿A usted no? Quizás no se entienda de inmediato, pero tener judíos, desde hace muchos años, resulta una auténtica, perentoria, reconfortante necesidad. Incluso los judíos disponen de sus propios judíos, que son los palestinos. Los judíos son los chivos expiatorios de cualquier comunidad carcomida por la inseguridad, la angustia, la desconfianza y el miedo al futuro. Usted no ve a banqueros por la calle corriendo detrás de un albañil que acaba de quedarse en paro, corriendo y alcanzándolo, y tirándolo al suelo de una patada, y quitándole la cartera y el título de propiedad de su pisito hipotecado. No, admitamos que es difícil disfrutar de semejante espectáculo por nuestras calles, entre otras razones, porque los banqueros no necesitan dar un paso para encontrarnos. Al contrario: somos nosotros los que acudimos por nuestro propio pie al matadero, es decir, a sus oficinas. Lo mismo ocurre con los gestores de fondos de inversiones, con los directivos de las grandes corporaciones, con los emperadores del ladrillo y los inversores inmobiliarios. Entidades invisibles que se manifiestan como lo que son, fuerzas de la naturaleza ajenas a nuestra voluntad y que se mueven por leyes enigmáticas e impredecibles. Pero los inmigrantes. Los inmigrantes están ahí mismo, en la esquina, desde el chino de la tienda de todo a un euro al ecuatoriano que nos sirve el barraquito o el negro senegalés que dormita en un portal o la filipina que pasea a los niños en el carrito en el dulce tumulto de la mañana. Los inmigrantes tienen una utilidad ilimitada. De los inmigrantes irregulares, como del cochino, se aprovecha todo.
Se ocupan de trabajos ingratos, se les paga una porquería, se les contrata sin contrato, se les cobra 300 euros por un apartamento de cuarenta metros, se les utiliza como uno de los principales carburantes del motor de la economía informal y sumergida, pero luego, como suplemento, está su explotación simbólica, su elevadísimo rédito semiótico, porque sirven espléndidamente para ser culpabilizados. Aquí no cabemos todos, como acaba de proclamar una imbécil moral desde Cataluña, y asentimos con una irritación creciente y dolorida por el escándalo que supone, en medio de la recesión económica, que no se les deje morir en la puerta de los hospitales y que sus hijos tengan la desfachatez de aprender a leer y escribir en las escuelas. ¿Qué haríamos sin nuestros judíos? ¿Cómo soportaríamos descubrir que los judíos somos todos?
Por Alfonso González Jerez
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