Cuentan que la distancia era de medio siglo, que la brecha que separaba al Haití de antes del terremoto de Occidente se medía en años. En cincuenta, concretamente. La mayoría sabe que esa cifra estaba adelgazada para anestesiar conciencias y evitar incomodidades en personas con dificultad para moverse en un mapamundi. Cuando el temblor sacudió las entrañas del Caribe, el recorrido se volvió infranqueable. El día que la tierra repitió su movimiento, la diferencia ya era incontable. Y ahora que las epidemias llegan, que el tifus es un fantasma demasiado real, la brecha es simplemente insoportable.
Todos esos niños, supervivientes de una tragedia que los ha dejado sin infancia, han copado primeras páginas de diarios internacionales, ilustrado las imágenes de la penuria humana y cuestionado todo el sistema que legitima el modo de vida del mundo desarrollado. Sus ojos, de los que se desprenden muchas gotas pero ninguna de esperanza, nos han mirado de frente. Nosotros, mientras, nos cuestionábamos si EEUU debía enviar más soldados, si montará una base militar, si las Naciones Unidas estaban actuando en consecuencia o si lo indispensable eran ingenieros europeos capaces de reconstruir la realidad que puede asumir este territorio ruinoso. Un escenario que tardará años en tener hospitales para acoger a todos los heridos, que no puede soportar el número de huérfanos -o de niños abandonados- y cuya mayor alegría es ver un saco de arroz con la bandera norteamericana.
Toda esa gente que se muere no sabe que Hugo Chávez se dedica a acusar a Estados Unidos de provocar el seísmo para colonizar el enclave estratégico o que son días en los que toda la UniónEuropea debate si hubo negligencia a la hora de declarar la pandemia por la gripe A. Cuando uno observa cifras de muertos que se quedan obsoletas antes de terminar de leerlas -sólo entonces- se da cuenta de cuántos territorios viven asolados por miles de pandemias. La diferencia es que en nuestros telediarios no tienen espacio. Y cuando un supuesto virus, tan letal como para suprimir vidas a diestro y siniestro (al más puro estilo televisivo), se amortigua, tiene que haber algo que vaya mal. Y la humanidad privilegiada no duda en pensar que las farmacéuticas han ideado todo este simulacro para emerger de la crisis económica. Al final, tanta explicación rocambolesca, toda esta corrupción inmortal, provoca demasiado hastío. La sospecha perenne de la corrupción está logrando las claudicaciones más tristes de la vida adulta.
Lo mejor para corroer la democracia es que se piense que todos los discursos son iguales, porque es entonces cuando todo se permite. Algo así ocurre a veces con las tragedias, que se prefiere imaginar que todas son similares y olvidar que cada persona es una. Esto es posible gracias, también, a esa lejanía. En cambio, ahora, cuando el hambre arrecia cerca de casa, las colas en los comedores sociales son interminables y algún ayuntamiento multa a los indigentes que duermen en la calle, la situación es muy diferente. La cercanía de la desgracia provoca una incomodidad que nadie quiere soportar.
Por Saray Encinoso
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