De un total de 12.472 mujeres extranjeras, víctimas de la violencia machista, que cuentan en España con medidas de protección, 280 residen en la comunidad gallega. No nos dejemos engañar. Estas son las custodiadas porque denunciaron, pero muchas otras, algunas en situaciones de máximo riesgo, se enfrentan a diario con la barbarie de su actual o antigua pareja por no decidirse a hacerlo. Y no lo hacen por no resultarles fácil. Están lejos de su casa, de los suyos, en un ambiente cada vez más hostil hacia lo foráneo que les frena a la hora de pedir ayuda. El fin buscado no es solo obtener una sentencia que condene al agresor, el mayor problema llega después. Muchas carecen de trabajo, pero no de hijos.
Se preguntan dónde se meterán hasta que salgan del pozo, del abismo. Téngase especial sensibilidad con ellas. Ninguna tiene una madre o un hermano que la abrace, que la ampare. Temen abandonar a la bestia y no tener dónde dormir esa noche. Conciéncienlas de que a esos efectos son unas ciudadanas más de una parte de España que no muchos años atrás mandaba legiones de hijos fuera de sus fronteras con el fin de poder comer y enviar dinero para que comieran los suyos. Eso también es memoria histórica. Que las autoridades correspondientes aprovechen estas fiestas para convencerlas de que, con independencia de lo que ponga en su pasaporte, a esos efectos, son todas y cada una de ellas una gallega más. Y que no se va a consentir que ningún animal, por bípedo que sea, les ponga una mano encima. Cuando logremos que se lo crean, todo cambiará. Vaya si cambiará.
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