“Ayer me llamó mi hermano y pude hablar con mi madre. Me vieron en televisión, en un canal español, pero no sabían lo que sucedía porque no entienden el idioma. Les conté lo que está pasando y me dieron ánimos. Hace más de tres años que no los veo. A mi hermana menor, Benoi, ni siquiera la conozco. No había nacido cuando partí de Nuadibú, el lugar donde vivíamos nueve meses al año para trabajar y susbsistir en la pesca artesanal.
En nuestra aldea, Djago, no había agua, ni luz, ni teléfono, y sólo alguna pequeña escuela a la que yo ni siquiera fui. Soy el mayor de diez hermanos, mi padre, Moctar, ya no puede trabajar y la pesca en Nuadibú, donde empecé con sólo nueve años hasta ser el capitán de la barca, era el único recurso para seguir adelante. Sobrevivíamos a base de pescado. Pero yo no quiero una vida así. ¿Qué pasará si enfermo y no puedo pagarme un médico? ¿Qué porvenir le espera a mi hijo, Ahmed, de cuatro años? ¿De qué voy a vivir cuando sea mayor y las fuerzas me fallen? Quería un futuro mejor y zarpé a buscarlo.
“¡Tenemos que intentar salir de aquí!”, le dije a mi amigo de toda la vida. “¡Vámonos a España! “Pero el no lo tenía tan claro. “¿Y si morimos en el camino?”, me advirtió. “Si morinos, morimos, nada más. Tenemos dos opciones: vivir o morir, y yo estoy dispuesto a luchar por la primera de ellas”. Así que preparamos las cosas y emprendimos la travesía el 15 de febrero de 2006, a las cinco de la mañana, antes de que saliera el sol y la policía pudiera localizarnos. Sólo dejan salir del país a los que pagan y se someten a la corrupción. Éramos 36 jóvenes, todos hombres y menores de 30 años. Ni siquiera nos conocíamos. Algunos de Mauritania, pero también de Mali, de Nigeria y de otros países. Todos apelotonados en un pequeño cayuco con un motor de 40 caballos, avanzando a 15 kilómetros por hora en medio del temporal. Y menos mal que un buen marinero sabe aprovechar las corrientes y las olas.
Cinco días de travesía con sus cinco noches, orientándonos con un GPS y con un compás, protegiéndonos del frío y del agua con una simple lona, casi sin dormir y comiendo lo que había a bordo.“Llegamos a la playa de Maspalonas, en Canarias, sobre las cuatro de la madrugada del 20 de febrero, y en las proximidades de la costa ya divisamos las luces de la Guardia Civil. “¿Qué podemos hacer?”, nos preguntamos. Estábamos agotados, con hambre y sed. Algunos de los pasajeros ni siquiera podían mover las piernas ni tenían fuerzas para ponerse en pie. No había otra opción que no fuera entregarnos, así que nos dejamos coger”, recuerda.“Los agentes –prosigue– nos condujeron a un lugar cerrado, nos tomaron todos los datos, nos atendieron y comenzaron los trámites para dispersarnos por distintos lugares de España.
A mi me llevaron en un grupo a Fuerteventura, y de allí, a Madrid. Éramos noventaytantos inmigrantes en el avión, además de muchos policías. Al llegar al destino, nos tuvieron unas 12 horas en comisaría y nos dejaron libres a las dos de la tarde para que nos buscáramos la vida”.Cada uno en su camino“¿Qué vamos a hacer ahora, sin nadie conocido, sin saber el idioma, sin un sitio a donde ir? Decidimos que cada uno siguiera su camino”, explica. “Yo –continúa– prefería irme solo con mis ideas. No me gusta depender de nadie ni que nadie dependa de mí. Busqué un comedor social para matar el hambre, haciéndome entender por gestos y hablando algo en francés. Me sirvió para comprobar que es bueno conocer idiomas, y por eso intenté aprender pronto el español, e incluso ahora hablo un poco el gallego.
Aquella noche dormí en un parque de la ciudad, pasando mucho frío. Fue uno de los momentos más duros desde que empecé este viaje, aunque luego vinieron otros, como las noches en los invernaderos de Almería, donde estuve un tiempo trabajando y viviendo en una caseta sin luz ni agua caliente. Con el frío me dolía la cabeza al ducha”.
Publicado en el diario El Faro de Vigo
Autor: Gonzalo Martínez
Foto: Gonzalo Núñez
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