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viernes, 26 de abril de 2013

Leer da sueños

Hasta hace unos años, el único papel que caía en mis manos, además del higiénico, era el de un periódico deportivo, que devoraba con el mismo ansia con el que me sentaba frente al televisor sea cual fuera el deporte que era retransmitido. Para mí, los libros eran aquellos seres inanimados que cada día paseaba hasta el colegio con el único fin de aprobar los exámenes. Ni siquiera la obligación de leer a los clásicos consiguió engancharme a un hábito desconocido y hasta entonces aburrido, que siempre sustituía por la lectura compulsiva de ese diario deportivo que, paradójicamente, terminé aborreciendo, quizá porque contaba las hazañas del equipo de fútbol al que yo tenía animadversión.

La universidad, además de amigos y borracheras, también contribuyó a que la lectura dejara de ser un estorbo y se convirtiera en fiel compañera, aunque los primeros libros que ocuparon mi estantería fueron de Sociología y Estética, asignatura que, sin venir a cuento, hizo que me topara de bruces con el cine de Jean Cocteau y Peter Greenaway, dos ascetas incomprendidos que décadas después todavía nadie ha alcanzado a definir. La literatura, como tal, no se presentó hasta que una señora de voz tímida y aspecto neoclásico nos conminó a resumir en sólo un cuatrimestre obras como La Regenta, El Quijote y La Odisea, tres tostones que leí por partes durante largas travesías insomnes.

Fue entonces cuando empecé a darme cuenta del efecto sedante que ejercían en mí aquellas páginas que hablaban del pasado, de héroes, de realidad y ficción. De tragedias y místicos, de sentimientos y sueños. Quizá ahí, además de calmar mi ansiedad, los libros se tornaron imprescindibles en mi maleta y compartieron asiento conmigo durante el resto de viajes. Reconozco que no fui nada original, ni lo sigo siendo, y me dejo guiar por lo excesivamente comercial y las recomendaciones más convencionales. Pero eso, aunque seguramente sea un error, me permitió entretenerme con García Márquez, Vargas Llosa, Ruiz Zafón, Pérez Reverte o Dominique Lapierre, a los que nadie podrá negar que de literatura entienden un rato. Podría presumir de haber leído a Baudelaire, Engels o Kafka, pero cualquier erudito de medio pelo se daría cuenta de que miento, porque ni Francia, ni la economía ni los insectos son mi fuerte.

Sí podría debatir sobre los cuadros de vida que describe Luis Sepúlveda en cada una de sus novelas; o de la bucólica simpleza que se desprende de las obras de Isabel Allende; o del frenético ritmo que imponen las ciudades en las que residió el periodista Enric González. De los tres, con la lógica distancia que impone la preparación y capacidad intelectual, intenté copiar aquello que me llamó la atención, que me envolvió y me incitó a escribir. El resultado fue un libro que no habla de dragones ni princesas; no emplea giros complejos ni sorprende con un final apoteósico; tampoco será un ejemplo para generaciones venideras, ni ganará premios ni distinciones. Sólo demuestra que la literatura, en papel o en soporte electrónico, nos permite escapar de lo cotidiano y nos anima a cumplir sueños. Nos transporta a donde nosotros queramos sin necesidad de salir de casa. Nos deja claro que ni la crisis ni todos los problemas del mundo pueden impedir que sigamos soñando... y también leyendo.

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