Hasta hace unos años, el único papel
que caía en mis manos, además del higiénico, era el de un
periódico deportivo, que devoraba con el mismo ansia con el que me
sentaba frente al televisor sea cual fuera el deporte que era
retransmitido. Para mí, los libros eran aquellos seres inanimados
que cada día paseaba hasta el colegio con el único fin de aprobar
los exámenes. Ni siquiera la obligación de leer a los clásicos
consiguió engancharme a un hábito desconocido y hasta entonces
aburrido, que siempre sustituía por la lectura compulsiva de ese
diario deportivo que, paradójicamente, terminé aborreciendo, quizá
porque contaba las hazañas del equipo de fútbol al que yo tenía
animadversión.
La universidad, además de amigos y
borracheras, también contribuyó a que la lectura dejara de ser un
estorbo y se convirtiera en fiel compañera, aunque los primeros
libros que ocuparon mi estantería fueron de Sociología y Estética,
asignatura que, sin venir a cuento, hizo que me topara de bruces con
el cine de Jean Cocteau y Peter Greenaway, dos ascetas incomprendidos
que décadas después todavía nadie ha alcanzado a definir. La
literatura, como tal, no se presentó hasta que una señora de voz
tímida y aspecto neoclásico nos conminó a resumir en sólo un
cuatrimestre obras como La Regenta, El Quijote y La Odisea, tres
tostones que leí por partes durante largas travesías insomnes.
Fue entonces cuando empecé a darme
cuenta del efecto sedante que ejercían en mí aquellas páginas que
hablaban del pasado, de héroes, de realidad y ficción. De tragedias
y místicos, de sentimientos y sueños. Quizá ahí, además de
calmar mi ansiedad, los libros se tornaron imprescindibles en mi
maleta y compartieron asiento conmigo durante el resto de viajes.
Reconozco que no fui nada original, ni lo sigo siendo, y me dejo
guiar por lo excesivamente comercial y las recomendaciones más
convencionales. Pero eso, aunque seguramente sea un error, me
permitió entretenerme con García Márquez, Vargas Llosa, Ruiz
Zafón, Pérez Reverte o Dominique Lapierre, a los que nadie podrá
negar que de literatura entienden un rato. Podría presumir de haber
leído a Baudelaire, Engels o Kafka, pero cualquier erudito de medio
pelo se daría cuenta de que miento, porque ni Francia, ni la
economía ni los insectos son mi fuerte.
Sí podría debatir sobre los cuadros
de vida que describe Luis Sepúlveda en cada una de sus novelas; o de
la bucólica simpleza que se desprende de las obras de Isabel
Allende; o del frenético ritmo que imponen las ciudades en las que
residió el periodista Enric González. De los tres, con la lógica
distancia que impone la preparación y capacidad intelectual, intenté
copiar aquello que me llamó la atención, que me envolvió y me
incitó a escribir. El resultado fue un libro que no habla de
dragones ni princesas; no emplea giros complejos ni sorprende con un
final apoteósico; tampoco será un ejemplo para generaciones
venideras, ni ganará premios ni distinciones. Sólo demuestra que la
literatura, en papel o en soporte electrónico, nos permite escapar
de lo cotidiano y nos anima a cumplir sueños. Nos transporta a donde
nosotros queramos sin necesidad de salir de casa. Nos deja claro que
ni la crisis ni todos los problemas del mundo pueden impedir que
sigamos soñando... y también leyendo.
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