África no merecía tanto castigo. Las palabras del Nobel sudafricano de Literatura JM Coetzee definen a la perfección la historia de un continente azotado por todo tipo de desgracias, tantas que por momentos hacen olvidar la magia y belleza de los países que forman esta parte del planeta. El último ejemplo de esta sinrazón que periódicamente afecta al continente negro, se vive en Nigeria, epicentro de la información internacional tras el secuestro de más de 200 niñas por el grupo terrorista islámico Boko Haram. Su líder, el ególatra Aboubakar Shekau, asegura que las retendrá hasta que todos los militantes del grupo sean puestos en libertad. De lo contrario, las venderá como esclavas o las irá asesinando de forma televisada, muy al estilo de otros caudillos africanos, como Obiang, Mugabe o Dos Santos. Como si de un anuncio publicitario se tratase, Shekau aprovecha cada segundo de sus intervenciones grabadas frente a la cámara, y cuida la estética igual que lo hacen sus paisanos de Al Shabab o Al Qaeda del Magreb Islámico, culpables de que cada vez sea más complicado visitar territorios tan increíbles como hostiles, como Mauritania, Mali o Níger.
De ellos sólo se habla cuando las hambrunas azotan a la población, o cuando la caza furtiva, la erosión y la deforestación ponen en peligro la sabana del lago Chad o las montañas de Air, dos de las maravillas naturales más impactantes del continente negro. Porque la historia de África es la madre de todas las historias, pero sus páginas están escritas con la sangre de los conflictos y las lágrimas de la desesperación, la misma que ahora vierten en Nigeria las familias de esas adolescentes que no sabían lo que les esperaba cuando se levantaron para ir a la escuela aquella mañana del 14 de abril. Su tragedia y el pulso que Boko Haram le ha echado a su gobierno y a la comunidad internacional, volverán a enterrar el mosaico de selva y sabana de Guinea; el mágico sabor del cacao cultivado a las afueras de Lagos; el eclecticismo y la concordia que reina en torno a la mezquita de Abuya; o incluso la excentricidad que se esconde detrás de Nollywood, la vasta industria del prolífico cine local, que ha producido más de 7.000 títulos en los últimos diez años. De todo eso, como de Congo, Somalia, Chad, República Centroafricana o Liberia nadie oirá nunca contar grandezas, porque las miserias serán lo suficientemente perversas para seguir alimentando una historia tan negra como el color de la piel de sus habitantes.
De ellos sólo se habla cuando las hambrunas azotan a la población, o cuando la caza furtiva, la erosión y la deforestación ponen en peligro la sabana del lago Chad o las montañas de Air, dos de las maravillas naturales más impactantes del continente negro. Porque la historia de África es la madre de todas las historias, pero sus páginas están escritas con la sangre de los conflictos y las lágrimas de la desesperación, la misma que ahora vierten en Nigeria las familias de esas adolescentes que no sabían lo que les esperaba cuando se levantaron para ir a la escuela aquella mañana del 14 de abril. Su tragedia y el pulso que Boko Haram le ha echado a su gobierno y a la comunidad internacional, volverán a enterrar el mosaico de selva y sabana de Guinea; el mágico sabor del cacao cultivado a las afueras de Lagos; el eclecticismo y la concordia que reina en torno a la mezquita de Abuya; o incluso la excentricidad que se esconde detrás de Nollywood, la vasta industria del prolífico cine local, que ha producido más de 7.000 títulos en los últimos diez años. De todo eso, como de Congo, Somalia, Chad, República Centroafricana o Liberia nadie oirá nunca contar grandezas, porque las miserias serán lo suficientemente perversas para seguir alimentando una historia tan negra como el color de la piel de sus habitantes.