Desde tiempos inmemoriales, muchas personas han
tenido que guardar en una maleta lo poco que tenían antes de buscarse la vida a
kilómetros de distancia de donde nacieron, donde crecieron y a donde quizá
nunca más puedan regresar. También son muchos los que, especialmente en los
últimos años y debido a la crisis –como ocurrió hace mucho, también por otras
crisis-, han tenido que hacer las maletas para conseguir la oportunidad laboral
que les negaba su propio país. Las maletas, por ende, son fieles compañeros de
viaje de decenas de sujetos que año tras año emprenden travesías más o menos
largas con el único objetivo de desconectar de la rutina que los envuelve. Las
hay para todos los gustos, según sea el portador o portadores de ellas.
Grandes, pequeñas, de colores, serias, divertidas, con flores o de mano, todas guardan
el mismo denominador común: las pertenencias más o menos numerosas de alguien
que se desplaza, por o sin necesidad, de un punto a otro.
La semana pasada, sin
embargo, una maleta se situó en el epicentro del debate informativo no por
su forma, tamaño o diseño, sino porque en ella se refugiaba un niño de 8 años
al que su padre pretendía traer consigo a España, para evitar que la guerra o
el hambre acabaran con su vida en Costa de Marfil. El progenitor, acusado de un delito de tráfico de personas, se derrumbó cuando la policía lo detuvo en
la frontera de Ceuta, y apenas pudo explicar entre lágrimas cuál era su
propósito. Como otros muchos, llegó en cayuco a Canarias para tratar de darle
un futuro mejor a su familia, entre ellos al protagonista de esta historia, el
pequeño Abou. En su pecado, el de intentar meter a su hijo en España
ilegalmente, está también la penitencia de un padre desesperado que no
encuentra más opciones que obligar a su hijo a ocultarse en una maleta. La
historia, además de dar la vuelta al mundo, ha generado un intenso debate sobre
los límites legales que países como España imponen a todos aquellos que cada
día se juegan la vida para alcanzar lo que ellos definen como El Dorado europeo.
La mayoría viajan sin
maleta ni equipaje, con un número de teléfono garabateado en una mano, el de
algún familiar o amigo que se hará cargo de ellos si consiguen esquivar a la
muerte o a la policía. Luego, el futuro que les espera tampoco será tan
halagüeño como pensaban, aunque 14 horas recogiendo fresas o vendiendo ropa en
la calle siempre será mejor que morirse de hambre. Jamás podrán volver al lugar
donde nacieron, mucho menos si lo hacen repatriados por el país al que
consiguieron arribar. Solo unos cuantos, muy pocos, conseguirán reunir el
dinero suficiente para establecerse y mantenerse en la vieja Europa. Entonces, y
solo entonces, decidan hacer la maleta para regresar a casa. Ojalá Abou sea uno de ellos.