Morirse de una enfermedad como el cólera, la malaria, la fiebre amarilla o la hepatitis parecía reservado hasta ahora a los ciudadanos más desfavorecidos de los países subdesarrollados. Allí, en el África subsahariana, el Sudeste asiático o América central, acceder a un tratamiento médico es prácticamente imposible, una quimera inalcanzable no sólo por el coste que implica, sino por el escaso interés que ponen las farmacéuticas en salvar las vidas de los muertos de hambre. Desde hace unos meses, sin embargo, miles de pacientes en España parecen estar abocados a ese mismo y trágico final, ya que el Ministerio de Sanidad se niega a financiar el fármaco de última generación que puede curar la hepatitis C denominado Sovaldi, desarrollado y comercializado por el mastodonte bioempresarial norteamericano Gilead. El afán recaudatorio de este y la negativa del Gobierno español a echar el resto por los pacientes, ha hecho que al menos 400 personas en Canarias vivan cada día bajo la espada de Damocles, esperando estar entre los 110 afortunados a los que la Consejería regional ha prometido empezar a tratar a partir del mes de febrero.
Ese permanente estado de incertidumbre no sólo agrava los procesos de muchos de estos enfermos, también pone en entredicho el famoso Estado del Bienestar en el que supuestamente reposamos a este lado del planeta. Cómo si no se explica que el Gobierno del Partido Popular prefiera gastar recursos en trasplantes de hígado y costosos tratamientos de por vida, antes que invertir en un fármaco que en Egipto se vende por poco más de 900 euros. Algo se nos debe escapar al 90% de los mortales cuando los países de nuestro entorno han logrado ya alcanzar acuerdos satisfactorios con la farmacéutica, mientras nosotros, el país de la paella, la siesta y la pandereta, sigue dejando pasar los días sin dar respuesta a sus enfermos.
Personas que, dicho sea de paso, contribuyen con sus impuestos y cotizaciones a mantener una Seguridad Social que cada vez ofrece menos seguridad a la sociedad. Y es que, de no mediar lo contrario, dentro de poco retrocederemos de nuevo en el tiempo y volveremos a asistir a esas caravanas de ciudadanos que salían del país para comprar medicinas, alimentos o incluso para ver películas como El último tango en París.
En España, mientras tanto, seguirán bailando tangos los mismos de siempre, los que sacan la tijera con la misma facilidad con la que se comen un cochinillo. Los que sólo acuden a los hospitales para hacerse alguna foto; los que se ponen mascarillas para evitar contagiarse y escatiman en recursos que cuestan vidas.