La condición humana no deja de asombrarme. De hecho, no pasa un solo día sin que encuentre una razón más poderosa para desear volver a ser un homínido, sin más preocupación que buscar unas cuantas plantas y frutas para alimentarme cada día. Digo esto porque hace unos días me encontré por casualidad en televisión con una noticia que venía a recordarnos uno de los episodios más oscuros y menos conocidos de nuestra historia reciente. El reportaje en cuestión hablaba de los zoológicos humanos, unos museos de la vergüenza que fueron muy populares en algunos países europeos, entre ellos España, en la década de los 40 y los 50. Su origen, sin embargo, se remonta más de 100 años atrás, en torno a 1870, cuando un potente comerciante de animales alemán, Karl Hagenbeck, empezó a montar una serie de espectáculos en los que, además de fieras enjauladas, se mostraban individuos de pueblos considerados exóticos. Así, entre 1877 y 1912 se realizaron unas treinta exposiciones de este tipo en distintos puntos del Viejo Continente, siendo las más conocidas las realizadas en el Jardín Zoológico de Aclimatación de París.
La afluencia de público era masiva y regular, hasta el punto de que las crónicas de la época hablan de un millón de visitas en apenas un año. Los exhibidos más afortunados (muy pocos), generalmente africanos o indígenas sudamericanos, recibían míseras pagas que no les permitían mantenerse, aunque con un poco de suerte podían alimentarse gratis merced a las chocolatinas y otras exquisiteces que les lanzaban los espectadores. En muchos casos, el simple traslado a un clima al que no estaban habituados causaba su muerte. Un ejemplo significativo de estos abominables episodios fue el que protagonizó la conocida como Venus Hotentote, que llegó a Londres en 1810 y causó un enorme escándalo porque los visitantes incluso podían tocar su cuerpo semidesnudo. Tal fue el alboroto que el espectáculo se prohibió y ella fue trasladada a los tribunales, retornando a París, donde había sido exhibida años atrás tras ser capturada en África. Allí, tampoco lo pasó bien. Fue mostrada junto a fieras durante un año y medio más, hasta que murió en 1815, a una temprana edad, por una enfermedad poco precisa (de las llamadas raras, hoy en día).
A su fallecimiento seguramente contribuyó también la humillación que le produjo ser objeto de entretenimiento, junto a la dificultad de adaptarse a un lugar mucho más frío y húmedo. Al morir se le hizo una autopsia, y hasta 1974 sus restos estuvieron expuestos en el Museo del Hombre de la capital francesa. Junto a ella, y más cercano a nosotros, hispanos tolerantes y enemigos del maltrato animal, encontramos al denominado Negro de Bañolas, un imponente guerrero jefe de una tribu africana, cuyo cadáver cayó en manos de dos naturalistas y aventureros franceses (los hermanos Verreaux), que lo disecaron como a un animal y lo vendieron al mejor postor, yendo a parar finalmente al museo Darder de la localidad catalana. Ambos sujetos, como otras tantas víctimas de esos zoológicos humanos de los que casi nadie quiere acordarse, revelan que la mezquindad, la barbarie y la sinrazón han acompañado durante siglos a muchas naciones que se autodenominaron civilizadas, cuando en realidad esos a los que exhibieron y contemplaron durante décadas eran en realidad mucho más civilizados y humanos.