La vorágine informativa, marcada por los casos de corrupción, el cansino debate futbolístico sobre Messi y Ronaldo o la pelea en clave electoral por el petróleo en aguas canarias, ha hecho que pasara desapercibida una de las efemérides más importantes de la reciente historia de nuestro país. Aunque, para algunos -cada vez menos, eso sí- quizá una fecha así no debiera ser recordada nunca. Posicionamientos machistas aparte, el 19 de noviembre se conmemoraba el estreno de la mujer en unas elecciones, hace ahora 81 años. En el marco de la Segunda República, los comicios generales de 1933 supusieron el estreno de la mujer como ciudadano completo -con voz y voto- en España. Por primera vez, 6.800.000 féminas pudieron elegir a sus representantes.
La fecha, más allá de lo significativo que fue para el devenir de nuestro país, supuso el espaldarazo definitivo a la ingente labor que durante años realizó la sufragista Clara Campoamor. Esta, diputada por el Partido Radical desde 1931 -la ley permitía a las mujeres ser parlamentarias, pero no participar en las votaciones-, impulsó hasta la extenuación el voto femenino, junto a otros reconocimientos para las mujeres como la igualdad jurídica ante el hombre o el derecho al divorcio. El camino hacia la equidad, no obstante, fue muy tortuoso. De hecho, las mujeres españolas sólo pudieron participar en unas elecciones libres más, las de 1936, aquellas en las que triunfó el Frente Popular. La Guerra Civil y la dictadura suprimieron el voto libre, que no se recuperó hasta las generales de 1977, tras la muerte de Franco. Y es que, como en tantas otras cosas, España siempre ha ido a remolque del desarrollo social en muchos aspectos, y este del voto femenino no fue una excepción. En Estados Unidos, el primer lugar que admitió la participación de las mujeres fue el estado de Nueva Jersey en 1776, dos siglos antes que aquí. Aunque, para ser justos, hay que decir que fue por un error de redacción. La Constitución de la incipiente región admitió el voto de todos los ciudadanos residentes en ella, cuyo patrimonio fuese de al menos 50 libras.
Las prisas del proceso revolucionario americano hicieron que el texto, redactado por hombres, por supuesto, olvidase especificar el género de los ciudadanos. La prueba de que lo consideraron un error fue que revocaron esta disposición en 1807 para limitarla a varones libres. No ocurrió igual en Nueva Zelanda, el verdadero modelo de igualdad que muchos debieran imitar. No en vano, la sociedad kiwi se siente orgullosa, y con razón, de ser el primer país del mundo que realmente abrió el voto a las féminas, allá por 1893. Ello ha conferido a sus mujeres una distinción que ya quisieran para ellas muchas damas europeas. De hecho, la imagen de Kate Sheppard, la heroína del movimiento sufragista femenino, aparece incluso en el billete de 10 dólares. El protagonismo de las chicas va incluso más allá, ya que en varios periodos legislativos en las últimas dos décadas todos los puestos constitucionales clave estuvieron ocupados por mujeres, incluidos los de primer ministro, fiscal general del Estado y hasta reina maorí, la admirable Te Arikinui Dame, que gobernó durante 40 años el trono Kingitanga, el movimiento nacional maorí. La curiosa hegemonía femenina en tierras neozelandesas podría quedarse aquí, que no es poco. Sin embargo, hay un dato todavía más significativo.
Mucho antes de que José Luis Rodríguez Zapatero se inventara el departamento de Igualdad, los kiwis ya tenían su Ministerio de Asuntos de Mujeres, que por ejemplo puso en marcha un periodo de maternidad pagada de hasta doce meses de duración. Por todo ello, y en recuerdo a aquellas heroínas que ganaron para las generaciones futuras el derecho al voto, la ciudad de Auckland les dedicó en 1993 una bonita plazoleta en pleno centro de la ciudad, donde paradójicamente se reúnen cada fin de semana decenas de jóvenes universitarias que aspiran a seguir impulsando el papel de las mujeres en un planeta machista que les debe demasiado.