Nuestra primera toma de contacto con las aguas geotermales fue en la llamada Hot Water Beach, una playa que se convierte en improvisado ‘spa’ con cada marea baja, merced a la cual surge agua caliente por debajo de la superficie arenosa. Basta con llevarse una pala o, en su defecto, excavar con las manos un pequeño agujero para conseguir un tratamiento personalizado. Bueno, en realidad es complicado quedarse a solas durante un rato, porque además de ser una de las zonas más visitadas de la isla norte, también es un paraíso del surf, lo que la convierte en guarida de los ‘hippies de las tablas’ (sin acritud, no vaya a ser que alguien se enfade).
Desde allí apenas tardamos dos horas en llegar hasta la Bahía de la Abundancia (Bay of Plenty), un hervidero –nunca mejor dicho- que tiene su epicentro en Rotorua, el destino turístico más famoso y concurrido, dicen, de Nueva Zelanda. No en vano, aquí la vida cotidiana se desarrolla junto a fuentes termales, géiseres explosivos, piscinas de barro burbujeante y nubes de gas sulfuroso que hacen que el ambiente se impregne de un sofocante olor a huevos podridos. Como resultado, tres millones de visitantes al año, entre ellos un servidor y su esposa. Hay que ser masoquista….
Aunque veníamos avisados, lo cierto es que uno no puede siquiera imaginar lo que se encontrará en Rotorua. Parques minados por cráteres, niños que juegan junto a huecos humeantes y perros que corren alrededor de agujeros donde, por momentos, pareciera que va erupcionar un volcán. En realidad, eso fue lo que ocurrió hace apenas ocho años, cuando el Kuirau cubrió de barro gran parte de un parque situado en el centro mismo de la ciudad.
La gente de aquí debe estar acostumbrada a tanto movimiento sísmico, porque son muchos los que tienen su propia piscina geotermal en casa, convenientemente vallada y señalizada. Hay algunos que incluso han aprovechado la coyuntura para vender el producto, y no son pocos los moteles que ofrecen baños de barro o remojones en agua hirviendo. Nosotros, apelando a nuestro interés histórico y, especialmente, a nuestra escasa capacidad económica, optamos por darnos un chapuzón en los Blue Bath, los primeros construidos (en 1933) y que aún conservan tanto las grietas como el sabor de la época de entreguerras.
Pero Rotorua no sólo son fuentes geotermales. También es la cuna de la cultura maorí. No en vano, antes de que llegara hasta estos lares el inefable capitán Cook (del que empiezo ya a cansarme), arribó la canoa Te Arawa, dirigida por el gran Tamatekapua, hawaiano de nacimiento. Su nieto, un tal Ihenga, exploró gran parte del bosque interior y fue nombrando los accidentes geográficos a medida que los iba descubriendo. De ahí los nombres tan peculiares (Okataina, Tarawea, Ohinemutu, entre otros) de casi todos los puntos de interés de la zona.
A partir del siglo XV, las subtribus se extendieron por los alrededores, lo que provocó numerosos conflictos que no cesaron hasta prácticamente el siglo XX, cuando los jefes se dieron cuenta que era más fácil y provechoso repartirse el pastel de los baños geotermales y venderle a los turistas el rollito de la cultura maorí para facturar millones de dólares al año. Los espectáculos, en cualquier caso, merecen la pena, y si uno es aficionado al rugby podrá comprobar in situ lo que debe de ser que los All Blacks (como se conoce a la selección neozelandesa) te bailen la ‘haka’ antes de empezar un partido. Yo también sé de más de una fémina a la que le gustaría que le movieran la lengua como lo hacen los maoríes, que pueden comerse un helado de un solo chupetón.
Juegos sexuales aparte, la cultura maorí va mucho más allá de los meros entretenimientos para turistas, porque parte de las premisas de la igualdad y la preservación de los derechos sociales básicos. Así, declaran libre y gratuito el acceso a la educación y la sanidad, algo que no es demasiado común a este lado del globo.