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jueves, 10 de octubre de 2013

Invisibles

Mamadou sólo tenía cinco años. Nunca había visto el mar, tanta cantidad de agua salpicando por todas partes. Junto a su padre, su madre y dos hermanos inició un viaje que los debía llevar al Dorado europeo, un lugar desconocido donde refugiarse del hambre y la miseria. Entre sus amigos, pocos días antes de la partida, se había convertido en una especie de héroe, un triunfador que algún día regresaría envuelto en joyas de oro. La travesía, le habían contado, no sería fácil, aunque él estaba seguro de que todos llegarían a tierra pronto. Antes de embarcar, sin embargo, les esperaba otro largo y duro trayecto hasta la costa, donde esperaría agazapado al lado de otros cientos seres anónimos, sin papeles que como él son ahora víctimas de un macabro recuento.

A Mamadou, en este modesto espacio que un compañero y amigo nos brinda cada 15 días, le hemos puesto nombre, y si nos esforzamos un poco incluso alcanzaríamos a ver su rostro infantil, su eterna sonrisa y sus penetrantes ojos, los mismos que poco antes de morir miraron con pavor a su madre, pidiendo explicaciones, apretándose contra su pecho mientras el barco se hundía a cámara lenta, inexorablemente, como se hundieron las ilusiones de miles de inmigrantes en zonas como Lampedusa, Canarias, Tarifa o Melilla. La mayoría de ellos, por no decir todos, son invisibles a ojos de los medios de comunicación, de las políticas transfronterizas, de las relaciones diplomáticas y del férreo control policial.

Sus historias, como la que un día se podría haber escrito sobre Mamadou, quedaron sepultadas en el fondo del Mar Mediterráno o del Océano Atlántico. Porque el final de todos esos relatos se funden en uno solo, en un mismo y demente epílogo que al menos debería servir para que en el futuro no se repitan más tragedias como la vivida hace una semana en la isla italiana. Mamadou -que en realidad es un nombre ficticio- merece que su muerte despierte las conciencias de aquellos que, por ejemplo, dictaron una orden por la cual se pena a aquellos barcos que auxilian a inmigrantes irregulares en alta mar. Gracias a normas disparatadas como estas, como tantas otras creadas desde cómodos despachos, las vidas de cientos de seres anónimos se diluyen sin remisión entre olas y salitre.

Son invisibles desde que nacen hasta que mueren, porque también lo son aquellos que lloran por ellos, los únicos que sufren sus pérdidas. Son invisibles para una sociedad "desarrollada" que los detesta aún sin conocerlos, que se aprovechará de los pocos que lleguen y despedirá sin miramientos a los que les sobren. Son invisibles cuyo único pecado fue haber nacido en el sitio equivocado.

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