Lo llamaremos Uhuru. A sus veinte años, Uhuru, un keniata alto, espigado y sonriente, debió tomar una decisión trascendental. Vivía con su familia (ocho personas) en una aldea costera, cercana a la frontera con Somalia, y la dedicación de todos era la pesca. Sobre todo pescaban atunes y gambas. Había sido así durante muchas generaciones, pero las cosas cambiaron rápidamente. A mediados de los años noventa aparecieron en el amanecer del horizonte barcos de pesca europeos, norteamericanos y chinos que faenaban ininterrumpidamente durante meses. Muy pronto las abundantes capturas a la que estaban acostumbrados en la aldea fueron disminuyendo y cayeron a niveles críticos. Se consultó con las autoridades de la capital de la provincia, que contestaron con vagas promesas y plazos más vagos aún.
Los pesqueros extranjeros iban y venían, desaparecían durante algún tiempo y surgían más tarde arrastrando redes gigantescas y tupidas: zarpazos feroces e indiscriminados a la riqueza del mar. Los viejos estaban intranquilos y discutían en voz baja en la madrugada, las mujeres se levantaban de la cama sin haber dormido, los niños lloraban a la hora de comer. Súbitamente el destino pareció concederles una prórroga. La pesca aumentó y regresaron los días felices y los recibimientos sonrientes en la playa. “Son los somalíes”, le explicó un amigo a Uhuru. “Los piratas somalíes han alejado los barcos”. No, a la mayoría de la aldea los somalíes no les gustaban nada. Conocían bien el salvajismo y el encanallamiento de los piratas. Su crueldad y su chulería. Pero la mayoría, igualmente, festejaba su existencia, porque significaba comida, pantalones para los niños, ruedas para la vieja camioneta. Fue un espejismo. Muy pronto regresaron los pesqueros europeos, con vigilantes armados en proa y popa, y a veces acompañados por buques de guerra.
Uhuru decidió emigrar. Marcharse a Europa atravesando todo el continente. Pagó el viaje y lo engañaron. Recorrió miles de kilómetros, trabajó por comistrajos infectos en tres países, enfermó gravemente en dos ocasiones. Intentó pasar a Canarias en una patera, pero no lo consiguió, y murió intentando salvar el muro de Ceuta. Un tiro. Quedó con los ojos abiertos en el suelo. Le quitaron la comida, le quitaron a sus amigos y a su familia, le quitaron su país y su sonrisa y al final le quitaron la vida. Nadie pagó el rescate.
Por Alfonso González Jerez
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