No me
considero un cinéfilo empedernido, ni soy un experto en el mundo del celuloide,
pero sí reconozco una película que atrae desde el inicio hasta los créditos, y
sé darle el mérito que merecen aquellas producciones de bajo presupuesto y actores
modestos que tratan de hacerse un hueco entre las cintas millonarias
protagonizadas por superestrellas. Sirva esta aclaración inicial que me veo en
la obligación de hacer -no vaya a ser que me caigan palos por todos lados-,
para dedicar unas líneas en este mi modesto espacio al acontecimiento más
importante del año para la gran pantalla, como son los Óscars. Al igual que
ocurre en España con los premios Goya, nunca he entendido -porque soy muy
torpe- cómo se valora una película no sólo para estar entre las elegidas y
candidatas, sino para recibir no una sino varias estatuillas.
En el caso
de la Academia americana, no puedo siquiera opinar de forma fundada, porque ni
conozco a los miembros que componen el amplio jurado que otorga los galardones.
En España, mi desconocimiento al respecto es similar, pero tampoco me inspira
demasiada confianza una Academia que ha estado presidida por cinco personas
diferentes en los últimos cinco años. Eso por no hablar del matiz político,
comercial y empresarial que rodea a una industria tan vasta que da de comer a
millones de personas en todo el mundo. Lo que sí tengo clarísimo, y en eso
nadie me va a convencer por mucho que lo intente, es que el cine, como
cualquier otro ámbito cultural, depende casi exclusivamente del gusto del que
mira, observa, escucha, atiende y, en este caso, se molesta en pagar una
entrada cada vez más cara. Por eso, no me extraña que, por ejemplo, películas
como Ciudadano Kane, Qué bello es vivir, El color púrpura, Fargo o La vida es
bella no lograran el premio a la mejor cinta del año en sus respectivas
ediciones, cuando el público, que para mí es el único realmente soberano, las
había aclamado como favoritas.
Es cierto
que todas ellas, como otras muchas que pasaron sin pena ni gloria por la
alfombra roja, recibieron distinciones bastante más serias que los ampulosos
Óscars, como ha ocurrido a lo largo de la historia con actores como Peter
O’Toole, Richard Burton, Cary Grant, Kirk Douglas, Groucho Marx, Orson Wells
(obviado también como director por la Academia) y el mismísimo Charles Chaplin,
al que tuvieron que dar un premio honorífico a regañadientes porque su
trayectoria pesaba casi tanto como la de media industria norteamericana. En
España, como han puesto de manifiesto las últimas ediciones de los Goya, los
premios vuelven a cumplir más con lo políticamente correcto que con la realidad
de las cintas que se presentaban. Y qué decir de los actores y directores a los
que todavía no se les ha dado el reconocimiento que creo merecen. Un ejemplo
singular y reciente lo encarnan Javier Cámara y David Trueba, que suman 17
nominaciones entre los dos y ninguna estatuilla. Ambos personifican la
particular idiosincrasia que tienen los premios, no sólo en el cine, también en
muchas otras facetas artísticas, como la literatura, el teatro o la pintura. Y
si no, que le pregunten a Van Gogh, cuyas obras son hoy lujos al alcance de muy
pocos bolsillos, a pesar de que para él no eran más que girasoles, paisajes y
retratos concebidos en medio de terribles ensoñaciones.
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