Apenas nos damos cuenta de esos pequeños héroes anónimos que conviven con nosotros, que tal vez nos cruzamos con ellos en alguna ocasión, pero que pasan desapercibidos. Son esas personas que nadie conoce, que van y vienen de su trabajo a su casa o que se reúnen con sus amigos en el bar de todos los días, que rellenan cada semana la quiniela del fútbol o del euromillón con la esperanza de que les caiga ese premio que nunca llegará, pero que les vale para mantener encendida, una semana más, la débil llama de la conformidad con cada jornada que pasa y con la que viene mañana. Algunas de esas personas han nacido y crecido aquí, pero otros muchos vienen de otras tierras y han visto otro sol diferente, y otras nubes y otros árboles, y han dejado allá padres y madres, hermanos, amigos, tal vez una antigua novia, para ir en busca de una especie de sueño que tantas veces suele desembocar en una pesadilla.
Son como esos pequeños héroes que aparecían en las películas italianas de los años cincuenta del siglo XX, como en «Milagro en Milán», de Vittorio de Sica y Cesare Zavattini, en la que se narra la historia de un niño que nace debajo de una col y que hace milagros, con la ayuda de una anciana desde el cielo, convirtiendo en reales los sueños imposibles de las personas que le rodean en un mundo de chabolas y de miseria. Pero vayamos a esos dos casos ofrecidos hace unos días por los periódicos, en los que los protagonistas son esos pequeños héroes anónimos, que están ahí, cerca de nosotros, para hacer el bien cuando alguien lo necesita.
El primero es el de un tal Andrés Mario Arias, un argentino de 33 años, afincado en Barcelona. Andrés Mario había salido de su casa empujando el cochecito de su hijo pequeño, cuando, de repente, ve caer un zapatito desde el balcón de una casa, y detrás del zapatito, ve caer un niño de unos dos años. Andrés logró parar la caída de este niño, aunque no pudo retenerlo en sus brazos, y el niño acabó en el hospital, pero no en el cementerio, como es seguro que hubiera sido de no estar allí, en ese mismo instante, Andrés Mario Arias.
El segundo caso sucedió en Marbella, y el protagonista del mismo es otro inmigrante. Un padre -españolito él- lleva en su coche a una hija de 3 años. Al llegar a cierto sitio el padre estaciona el coche, le dice a la niña que él volverá enseguida, y se encamina hacia un cercano club de alterne. La niña permanece sola en el interior del vehículo, una hora, dos horas, tres horas, se aburre, duerme un rato, despierta y vuelve a aburrirse, hasta que abre la puerta, asoma su cabecita en la larga noche, pone los pies en la calle, y echa a andar, sin rumbo. Ya llevaba un buen rato caminando cuando la encontró el otro protagonista, también un inmigrante, recién llegado en una patera, quien tomó a la niña de la mano y se encaminó con ella hacia una próxima Comisaría de Policía. Y fue la Policía quien localizó al padre, el españolito, bebiendo whisky en el club de alterne, acompañado por dos «señoritas» y completamente borracho a aquellas horas de la noche, sin recordar en absoluto a la niña que había dejado abandonada.
Por José Ramón Cueva (La Nueva España)
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