Sábado 17 de abril de 1949, víspera de Resurrección. Un centenar de personas se deslizan sigilosamente por el Puerto de La Luz de Las Palmas de Gran Canaria, con el objetivo de embarcar en varias falúas rumbo a El Dorado americano. La mayoría son campesinos grancanarios que ganaban 20 pesetas por trabajar de sol a sol y que habían tenido que vender sus cabras para pagar las 4.000 pesetas del billete, una pequeña fortuna para la época. En el pasaje también hay 15 tinerfeños, 10 palmeros, cinco cubanos hijos de isleños y 15 peninsulares residentes de Murcia, Madrid, Almería, León, Orense, Asturias, Cuenca, Cádiz, Navarra y Baleares, así como un canario nacido en Filadelfia (Estados Unidos) y una joven venida al mundo en Auxerre (Francia).
Por aquel entonces, España estaba hundida en la miseria y machacada por la represión franquista, mientras que Venezuela era una nación emergente. Las barquillas con los sin papeles canarios pusieron proa hacia la península de Jandía, al sur de Fuerteventura, donde les esperaba el balandro La Elvira. Los pasajeros acababan de abordarla cuando oyeron dos tiros y vieron acercarse vertiginosamente la lucecita verde de una patrullera. Huían con todas las velas desplegadas, pero la lancha ganaba terreno. “¡Deténganse en nombre de España!”, ordenó la Guardia Civil por el altavoz. Los agentes se colocaron en paralelo a la goleta: ‘¡Entréguense!’, volvieron a ordenar. “¡Que se entregue tu madre!”, les respondió una voz en la oscuridad. Un golpe de viento feliz lanzó al velero hasta aguas internacionales.
Así se escribe la historia de cientos de inmigrantes isleños que, como ahora ocurre con los africanos que llegan en cayuco al Archipiélago, emigraron a América en los años 40 y 50 en busca de un futuro más próspero para ellos y sus familias. La historia de La Elvira, recogida por el escritor Gonzalo Morales en su libro Fugados en velero, no es sino uno más de los muchos relatos populares que hoy sólo quedan en la memoria de unos pocos. Éste, no obstante, se convirtió en uno de los episodios más representativos, ya que el propio Gobierno de Canarias lo convirtió en 2001 en emblema de su apuesta por la integración y la comprensión del fenómeno migratorio. No en vano, el Ejecutivo regional editó cerca de un millar de carteles con la foto de La Elvira, que fue portada del diario Agencia Comercial de Venezuela.
Paradójicamente, hoy se cumplen 60 años de la llegada de La Elvira al puerto venezolano de Carúpano, tras una odisea que, según muchos historiadores, marcó un antes y un después en el drama de la inmigración clandestina canaria hacia el Nuevo Continente. En la novela basada en esta historia, Gonzalo Morales recrea lo que bien podría ser el relato de uno de los miles de subsaharianos que han arribado en patera a las Islas en los últimos 14 años. El escritor cuenta, por ejemplo, que los sin papeles canarios pasaban casi todo el día en la bodega del barco, “donde sólo cabían tumbados y apretados como sardinas en lata”. “Hacían sus necesidades tras unos tablones, vomitaban unos sobre otros y pronto se llenaron de piojos. El ácido de los vómitos y el salitre del mar desgastaron sus ropas, que se convirtieron en harapos. Con aquellos jirones, las mujeres hicieron compresas cuando se les presentó la regla. La Elvira hedía como una cloaca”, denota Morales.
El balandro, de apenas 19 metros de eslora, pasó más de 35 días en alta mar, hasta que la Guardia Nacional lo detectó a unas pocas millas de Carúpano. De ahí, según algunas de las personas que participaron en aquella travesía, los irregulares canarios fueron trasladados hasta un centro de inmigración de Caracas, donde iniciaron un periplo que los llevaría por distintos estados del país. La mayoría, no obstante, pudo reiniciar su vida en Venezuela, e incluso alguno regresó con los años a su tierra.
El suplicio de todos aquellos isleños que partieron el siglo pasado hacia países como Cuba, Argentina y, sobre todo, Venezuela, guarda numerosas similitudes con el actual movimiento de las pateras y los cayucos africanos. Captados igualmente por mafias, aquéllos empeñaban sus escasos bienes contrayendo deudas en condiciones leoninas. Como norteafricanos y subsaharianos, se jugaban la vida en el mar por poco más de 20 bolívares diarios, unas 400 pesetas que se suponía iban a cobrar por maratonianas jornadas de trabajo.
Los barcos de entonces no llevaban motores ni GPS, pero los inmigrantes también eran perseguidos por la Guardia Civil, y transportaban casi siempre a más personas de las que cabían. Incluso, para evitar contratiempos, las rutas se hacían cada vez más complejas, lo que originaba travesías muy largas en condiciones infrahumanas. Se calcula que, sólo en la década de los cuarenta, de las Islas salieron 128.000 canarios hacinados en barcos de vela.
El perfil del emigrante era similar al que encontramos ahora. Predominaban los jóvenes solteros en edades tempranas, la mayoría agricultores, que como ocurre en la mayor parte de África, debían escapar del Archipiélago para poder dar a los suyos la estabilidad que las Islas no podían ofrecerles. Eso sí, a diferencia de ahora, de aquella época no hay documentado un solo naufragio, ni una muerte, aunque varios historiadores aseguran que sí las hubo. Su única herramienta para orientarse era un sextante y, aunque los patrones de los barcos eran buenos navegantes, nunca antes habían cruzado el océano. Como asegura el profesor y ex senador herreño Venancio Acosta, hijo de uno de los viajeros de aquel barco, “fue un milagro que llegase a Venezuela”.
El periplo de La Elvira bien podría convertirse en guión cinematográfico, aunque huelga decir que la realidad supera a la ficción. Como narra el escritor Gonzalo Morales, “los inmigrantes permanecieron durante varios días ocultos en casas particulares. Juan Azcona, uno de los organizadores del viaje, declaró que alojó en su vivienda a más de 20”. Si le hubieran aplicado la actual Ley de Extranjería habría pasado un mínimo de tres años en la cárcel por tráfico de personas. De ese mismo delito habría podido ser acusado Ramón Redondo, que un mes antes había pagado 250.000 pesetas por La Elvira, que durante 96 años había sido empleada para la pesca en las costas de África. “Redondo pensaba amortizar la compra con el precio de los pasajes y con la venta del lastre de sal que llevaba el barco”, cuenta el libro Fugados en velero.
Antonio Domínguez, apodado El Puro por su afición al tabaco, era el capitán costero encargado de sacar el balandro de Canarias. Luego debía pasarle el mando a Antonio Cruz Elórtegui, capitán de altura. Pero Elórtegui había mentido: “Soy un perseguido político vasco. No tengo dinero y presentarme como capitán era la única forma de embarcar”, confesó. Intentaron lincharlo, pero el armador, el costero y los cinco marineros lo evitaron. “Tenemos que volver”, anunció El Puro al ver que carecían de capitán. Pero un pasajero llamado Regino Camacho, que antes de la Guerra Civil había sido acusado de asesinato, armó un motín y, pistola en mano, le persuadió de que se hiciera cargo de la nave. No era Camacho el único homicida que viajaba en el barco, ni el suyo el único revólver a bordo. De hecho, al final de la travesía las autoridades venezolanas intervinieron tres armas de fuego en La Elvira.
Las contradicciones en los testimonios de aquellos sin papeles, unido al inexorable paso del tiempo, han propiciado que no exista certeza sobre algunos datos de la expedición clandestina. Así, la información del diario Agencia Comercial habla de que “en La Elvira llegaron 95 hombres, 10 mujeres y un niño tras 26 días de travesía. Todos carecían de documentación. Dos de los tripulantes del balandro se fugaron en San Juan de Unare, donde pocos meses antes había sido apresado el velero Rafaela Orive con 57 inmigrantes canarios a bordo”. Los dos barcos, reseña el artículo, “permanecen en el puerto de Carúpano, ignorándose que habrá de determinar el Gobierno con estos numerosos inmigrantes que, según parece, en su mayoría son hombres de trabajo y padres de familia”. El libro de Gonzalo Morales, en cambio, habla de 36 días de viaje hasta Carúpano y posiblemente más pasajeros que los 106 que arribaron a puerto, tras una travesía donde sólo la suerte y la destreza de El Puro les permitió esquivar una tragedia segura.
Más emigrantes que inmigrantes
Juan Francisco Martín Ruiz, catedrático de Geografía Humana de la Universidad de La Laguna y experto en movimientos de población, deja claro que “en términos comparativos, salían más emigrantes de Canarias en determinadas épocas de la historia que los que llegan ahora a nuestras costas”. Por este motivo, asegura que debe existir “un principio de solidaridad entre las poblaciones que hay que respetar” y no debe perderse la “memoria histórica”. Martín incide en que “el carácter eminentemente migratorio de los canarios se refleja en determinados periodos de la historia”. “La llegada de veleros clandestinos a Venezuela y otras repúblicas de América latina era muy frecuente y similar a la que se está produciendo ahora con los cayucos. Así, nos encontramos una Canarias emigratoria desde el siglo XVIII, e inmigratoria sólo desde 1980”, concluye el profesor Martín Ruiz.
Publicado en el Diario de Avisos
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