Durante unos años, cuando todavía estaba en el colegio y las
redes sociales no existían, veraneé con mis tíos en un pueblecito de Zamora
llamado Sandín, donde en invierno apenas vivían 300 habitantes. En la época
estival, la población aumentaba considerablemente, pero no tanto como en
Benidorm o Torremolinos, gracias a Dios. De aquellos veranos, que poco o nada
tienen que ver con los actuales, propios y ajenos, recuerdo los problemas para
hablar por teléfono con mis padres, que sudaban en Córdoba mientras yo me
tapaba con una manta. Solo había dos teléfonos públicos, a los que se llegaba
después de cruzar calles sin asfaltar y caminos de tierra en medio de
interminables prados. No había, o al menos mi familia todavía no tenía acceso a
ellos, teléfonos móviles ni Internet, por lo que había que recurrir a la cabina
de toda la vida o a las cartas, que teníamos que llevar a un pueblo situado a
unos cinco kilómetros de distancia, donde estaba el único buzón de correos de
la zona.
De esos meses de julio y agosto me quedarán para siempre las
horas y horas de jugar al fútbol y montar en bicicleta; el repique de las
campanas de la iglesia cada vez que entraban y salían los rebaños de vacas, a
los que se llevaba a pastar fuera del casco. Para un urbanita como yo, ver a
esos imponentes bóvidos a escasos metros suponía una lección de vida mucho más
palpable que las que enseñaban los libros de Ciencias Naturales. Allí, en
aquella aldea zamorana de mi infancia, también comprobé cómo la naturaleza nos
tiene a su merced, porque a cada rato del cielo caían unos aguaceros precedidos
de relámpagos y truenos que hacían que la vieja casa de los padres de mi tía se
estremeciese, antes de que el sol volviera a aparecer por detrás de los montes
que anunciaban el norte de Portugal. Eran veranos diferentes, ni más ni menos
felices que los de ahora, pero sí tenían ese sabor añejo que jamás te darán los
resorts en la playa ni los cruceros de lujo por las islas griegas.
Las excursiones a Puebla de Sanabria, a León, a Zamora,..;
los baños en el pantano, la incansable búsqueda de moras, los primeros roces
inocentes con las niñas en la puerta misma de una iglesia que sólo se abría los
domingos; las barras de pan y los bollos que traía dos veces por semana en una
destartalada furgoneta el panadero de la zona. Todo eso y mucho más se quedó
para siempre grabado en mi memoria, sin necesidad de discos duros, pen drives
ni álbumes en Facebook. Unas pocas fotografías en papel y las historias que
contaba el abuelo Paco son y serán siempre el mejor archivo de una España y una
época que marcó a muchas generaciones, que hoy se afanan por olvidar aquello
que un día fueron.
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