Las
autoridades de Brasil rescataron el año pasado a 5.244 trabajadores que vivían
en condiciones de esclavitud en el país americano, la mitad de ellos explotados
por la industria de la caña de azúcar y el etanol, según denuncia una ONG
vinculada a la Iglesia católica. Según datos de la Comisión Pastoral de la
Tierra del Episcopado brasileño, “desde 2007 la utilización de mano de obra
análoga a la esclavitud ha crecido en ese sector a la misma velocidad que el
interés del gobierno en ese cultivo”. En lo que va de año, y lejos de mejorar,
la situación ha empeorado, y ya son más de 10.000 los proletarios rescatados de
la esclavitud, la mayoría de los cuales estaban vinculados a los lucrativos
negocios del azúcar y el etanol. El Gobierno brasileño, forzado por las
evidencias, tuvo que reconocer oficialmente la existencia de trabajo esclavo,
caracterizado por explotación de mano de obra en condiciones “precarias e
inhumanas”. No en vano, esos trabajadores son empleados a cambio de comida o de
míseros salarios (menos de 30 dólares al mes), a menudo en condiciones de
confinamiento y en jornadas de 14 y 16 horas que no les llegan ni para pagar
las deudas por el transporte y la alimentación contraídas con sus propios
empleadores, quienes por supuesto niegan que se use al personal de esta forma.
El ejemplo de Brasil, uno de los países más boyantes del planeta en estos
momentos, es de los más significativos dentro del amplio y trágico espectro de
estados en los que, en pleno siglo XXI, todavía se sigue dando un fenómeno que
parecía erradicado hace lustros, como es la esclavitud. Y es que, aunque
histórica y legalmente fue abolida allá por 1848, casi 30 millones de personas
en el mundo continúan siendo esclavos, según el índice que elabora cada año la
prestigiosa y nada sospechosa Walk Free Foundation. Esta sostiene en su último
informe que al menos 30 países en cuatro continentes (Oceanía parece ser el
único lugar civilizado donde no se registran actuaciones de este tipo) adoptan
fórmulas que se definen como “esclavistas” con la clase trabajadora; es decir,
más de un tercio de la población es obligada a trabajar mediante amenazas
psicológicas y es convertida en mercancía y propiedad por sus empleadores. Esta
deshumanización resulta más lamentable todavía en el caso de los menores de
edad, casi un 20% del total de esclavos, que trabajan en condiciones de
explotación o de riesgo.
Todos estos datos, vistos cómodamente desde nuestras
poltronas de acomodados proletarios mileuristas, parecen sacados de una novela
o de una película de serie B, pero esconden una realidad que abochorna a muchos
gobiernos y obliga a la mayoría a mirar hacia otro lado. Porque detrás de la
explotación laboral, además de cifras, hay dramas que tienen nombres y
apellidos, que jamás saldrán en las páginas de los periódicos ni gozarán de
reseñas en los telediarios. Porque aquí, la actualidad, lo que vende e importa,
pasa por un grupo de sujetos que dan patadas a un balón; por una pléyade de
vividores que pagaban con tarjetas sin cargas fiscales; por medios basura que
airean las miserias de la España rosa. A todos ellos, sin excepción, les
importa bien poco que hombres, mujeres y niños sean sometidos, vejados y
explotados en distintos puntos del planeta, porque nos sobra egoísmo y nos
falta valor para ayudar a cambiar las cosas.
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