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lunes, 19 de enero de 2015

La batalla por la libertad



Confieso que hasta hace una semana ni yo ni el 90% de la población fuera de Francia (y seguro que también dentro del país vecino) sabía qué o quién era Charlie Hebdo. De hecho, cuando conocí las primeras informaciones de la matanza que se había llevado a cabo en París, pensé que la revista satírica tenía algo que ver con aquella publicación danesa que estaba en el ojo del huracán desde que se difundieron  una serie de caricaturas de Mahoma entre 2005 y 2006. Pero no, aquel era el diario Jyllands-Posten y este un semanario de izquierdas con una tradición crítica que nació hace ya más de dos décadas. Ambos medios, el danés y el francés, decidieron llevar hasta el límite lo que se ha dado en llamar la libertad de expresión, expresando con libertad todo aquello que se les pasaba por la cabeza (en este caso, por las manos de los dibujantes). 

La respuesta, en el caso de Charlie Hebdo, fue tan desproporcionada como sanguinaria, ya que costó la vida a 12 personas. La matanza, injustificable desde todas las ópticas y puntos de vista, sí nos debe servir a muchos -especialmente a los periodistas y a los medios de comunicación- para reparar en esa delgada línea que separa el “todo vale” de la “responsabilidad” del servicio público para el que nos contratan (los que tienen esa suerte) y nos pagan. Además, tanto nosotros como los países que ahora se vanaglorian de ser los más demócratas y permisivos, deberían preguntarse por qué usan distintas varas de medir en según qué casos. Como ejemplo, la propia Francia, donde se permite abiertamente dibujar al profeta Mahoma fumando un cigarrillo o tomándose una cerveza, pero se impide que una joven con velo vaya a la universidad. 

Algo similar ocurre en España, donde ahora se lanzan improperios y voces de todo tipo contra el Islam -que nada tiene que ver con el integrismo islámico, por cierto-, pero de igual forma se pone el grito en el cielo por unas caricaturas del ahora rey y su esposa, porque supuestamente traspasaban la frontera de lo políticamente correcto. Y es que, más allá de la guerra santa que impulsan unos cuantos fanáticos, existe una realidad mucho más cruda que nos avergüenza tanto que la escondemos o la disfrazamos, y no es otra que nuestra intolerancia y el miedo hacia lo diferente. Sean musulmanes, negros, gitanos o latinos. El mundo occidental, especialmente, ese que vive cómodamente apoltronado en la opulencia, solo responde cuando siente que se atacan los valores que él mismo ha creado pisoteando los derechos de la otra mitad del planeta. Solo entonces, cuando ya no hay vuelta atrás y se lamenta por lo sucedido, algunos, unos pocos, descubren que quizá la sociedad marcha por el camino equivocado. Que a lo mejor es más fácil apelar a la educación, los valores, la igualdad y el desarrollo para evitar que la sinrazón o la barbarie acaben ganando la batalla a la libertad, sea de acción o de expresión.

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