Confieso que hasta hace una semana ni yo ni el 90% de la
población fuera de Francia (y seguro que también dentro del país vecino) sabía
qué o quién era Charlie Hebdo. De hecho, cuando conocí las primeras
informaciones de la matanza que se había llevado a cabo en París, pensé que la
revista satírica tenía algo que ver con aquella publicación danesa que estaba
en el ojo del huracán desde que se difundieron
una serie de caricaturas de Mahoma entre 2005 y 2006. Pero no, aquel era
el diario Jyllands-Posten y este un semanario de izquierdas con una tradición
crítica que nació hace ya más de dos décadas. Ambos medios, el danés y el
francés, decidieron llevar hasta el límite lo que se ha dado en llamar la
libertad de expresión, expresando con libertad todo aquello que se les pasaba
por la cabeza (en este caso, por las manos de los dibujantes).
La respuesta, en
el caso de Charlie Hebdo, fue tan desproporcionada como sanguinaria, ya que
costó la vida a 12 personas. La matanza, injustificable desde todas las ópticas
y puntos de vista, sí nos debe servir a muchos -especialmente a los periodistas
y a los medios de comunicación- para reparar en esa delgada línea que separa el
“todo vale” de la “responsabilidad” del servicio público para el que nos
contratan (los que tienen esa suerte) y nos pagan. Además, tanto nosotros como
los países que ahora se vanaglorian de ser los más demócratas y permisivos,
deberían preguntarse por qué usan distintas varas de medir en según qué casos.
Como ejemplo, la propia Francia, donde se permite abiertamente dibujar al
profeta Mahoma fumando un cigarrillo o tomándose una cerveza, pero se impide
que una joven con velo vaya a la universidad.
Algo similar ocurre en España,
donde ahora se lanzan improperios y voces de todo tipo contra el Islam -que
nada tiene que ver con el integrismo islámico, por cierto-, pero de igual forma
se pone el grito en el cielo por unas caricaturas del ahora rey y su esposa,
porque supuestamente traspasaban la frontera de lo políticamente correcto. Y es
que, más allá de la guerra santa que impulsan unos cuantos fanáticos, existe
una realidad mucho más cruda que nos avergüenza tanto que la escondemos o la
disfrazamos, y no es otra que nuestra intolerancia y el miedo hacia lo
diferente. Sean musulmanes, negros, gitanos o latinos. El mundo occidental,
especialmente, ese que vive cómodamente apoltronado en la opulencia, solo
responde cuando siente que se atacan los valores que él mismo ha creado
pisoteando los derechos de la otra mitad del planeta. Solo entonces, cuando ya
no hay vuelta atrás y se lamenta por lo sucedido, algunos, unos pocos,
descubren que quizá la sociedad marcha por el camino equivocado. Que a lo mejor
es más fácil apelar a la educación, los valores, la igualdad y el desarrollo
para evitar que la sinrazón o la barbarie acaben ganando la batalla a la
libertad, sea de acción o de expresión.
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