La verdad es que, por muchas vueltas que le doy, sigo sin encontrarle sentido a eso de precipitarse al vacío por diversión. Y mira que lo he intentado, que incluso un día me armé de valor y me fui a la taquilla de uno de esos sitios y hasta pregunté los precios. No niego que tal descarga de adrenalina pueda llegar a tener su morbillo, pero si tuviera el valor suficiente yo sería más de saltar en parapente o en paracaídas, sobre todo porque puestos a soltar un pastón, al menos amortizarlo durante algo más de unos segundos.
En Nueva Zelanda, sin embargo, debe ser donde más locos por metro cuadrado se llegan a concentrar en torno a lo que se denomina bungy, que se hizo popular a partir del salto desde la torre Eiffel que realizó el kiwi AJ Hackett en 1986. Su extravagancia fue tan aplaudida por una vasta corte de fanáticos en todo el mundo que, a su regreso de Francia, el tal Hackett y su amigo y campeón de esquí Henry Van Asch decidieron rentabilizar la hazaña y convertirla en un negocio que hoy factura millones de euros.
Muchos de ellos se generan cada día en el puente Kawarau de Queenstown, donde se instaló la primera plataforma de Hackett y Asch, la más antigua de este calado de la que se tiene constancia. Sus 43 metros de altura sobre un río verde esmeralda son, para los cobardicas como yo, un espectáculo digno de contemplar y, pese a lo que pueda parecer, una actividad sumamente controlada y que no entraña riesgo alguno (si no padeces del corazón, claro).
Como no podía ser de otro modo –dado que se consideran los precursores de la historia-, Nueva Zelanda es el país del mundo donde más puntos de bungy jumping hay; cuenta además con el más alto del planeta, el de Nevis Highwire, que tiene ‘sólo’ 134 metros; y posee varios de los más espectaculares, como el situado en el Skyline de Auckland o el ubicado en el centro Gondola de Queenstown.
El riesgo, en cualquier caso, debe ser algo con lo que nacen los pequeños neozelandeses, porque la afición de estos muchachos por estas prácticas va mucho más allá de saltar de cabeza al vacío desde un puente con los pies atados. Así, también tienen muchos adeptos excentricidades como el zorbing (descender rodando por una montaña dentro de una pelota de plástico transparente)), el blokarting (windsurf sobre ruedas) o el sky screamer (ser disparado 60 metros hacia arriba desde un asiento fijado con cuerdas extensibles).
Para los más normales, pero igualmente con ganas de lograr un subidón, yo recomendaría el jetboating (surcar un río en lancha rápida) y el rafting, que aquí incluso se puede hacer en cavernas. Ahora bien, hagas más o menos actividades, tráete los bolsillos llenos de pasta, porque los precios oscilan entre los 100 y los 400 dólares por disparate. La factura, sin embargo, subirá si decides sacarte una foto en el momento en que te lanzas al vacío (las caras de los valientes suelen estar cariacontecidas en ese preciso instante) o si optas por llevarte tus diez segundos de gloria en un bonito cd con música de fondo.
Y es que, el negocio es el negocio, y aquí de esto saben mucho. De hecho, un touroperador se ha especializado en el cruce entre las islas norte y sur en caída libre (con paracaídas, claro, pero se llama así), y en su promoción publicitaria lo vende como "la mejor forma de ahorrarse los atascos que provocan los ferries en Wellington y Picton". Mi señora esposa y yo, ambos con dos mochilas, optamos por el barquito, más que nada porque el viento te puede jugar una mala pasada y mandarte a Australia por el mismo precio.
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