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sábado, 9 de abril de 2011

Caminantes y caminos

Nueva Zelanda es un país para llevárselo en la mochila. No literalmente, claro, aunque tampoco sería demasiado complicado, ya que su extensión es de apenas 268.000 kilómetros cuadrados, poco más que la mitad de España. Metáforas aparte, se trata de un destino pensado por y para los viajeros. Más concretamente, para los entusiastas del tramping, término con el que se conoce por estos lares al senderismo. No en vano, con más de diez mil kilómetros de rutas por ambas islas, Nueva Zelanda es uno de los destinos de naturaleza más importantes del planeta. Uno, que hace tiempo que el único deporte que practica es el gimnasio un par de veces a la semana, no es demasiado entusiasta de las actividades al aire libre, especialmente aquellas que impliquen dejar el coche aparcado y andar unos metros.

Sin embargo, a medida que se va explorando este país, uno se da cuenta de que sólo caminando se llega a descubrir parte de la belleza natural que posee el vasto territorio kiwi. Basta, por ejemplo, con hacer una cómoda ruta de una hora y media por el Parque Nacional Abel Tasman, para llegar hasta la recóndita Coquille Beach, donde el tiempo se para y la tierra se funde con el mar.

Con algo más de tiempo y si uno es un verdadero friki, en el Tongariro National Park se puede llegar a los pies del Ngauruhoe (2.287 metros), célebre por haber representado al monte del Destino (coloquialmente Mordor, aunque dice Olivia que es el habitáculo del ojo/ser maligno/Sauron) en la trilogía de El Señor de los Anillos. Yo, que soy más de las películas de suspense, la convencí de que nos quedáramos más cerca del coche y el parking y realizásemos un paseo de dos horas hasta las cascadas Taranaki, un lugar realmente increíble que, como no podía ser de otra manera, también fue transformado por el inefable Peter Jackson (a la sazón director de la famosa trilogía) para presentar al personaje de Gollum (aquella criatura que encontró el anillo único, según explicación de mi esposa). Sortijas aparte, el citado Tongariro -que fue el primer parque nacional creado en Nueva Zelanda (1887)- impresiona por la paradójica calma de sus volcanes activos, sus lagos de mil colores y la inmensa variedad de flora y fauna endémica.

Pero sería poco prudente por mi parte destacar sólo una de las muchas maravillas naturales que alumbran estas tierras, que hace apenas un siglo contaban con una superficie verde tres veces mayor a la actual. Porque quizá ahí radica el secreto de Nueva Zelanda, en su juventud. Su forma actual apenas tiene diez mil años (fue el último país en separarse del ‘supercontinente’ que incluía a África, Australia, la Antártida y Sudamérica) y aún hoy continúa estando a merced de las fuerzas de la naturaleza, porque está situada en el punto de colisión de dos enormes placas tectónicas, la del Pacífico y la Indoaustraliana.

Con esta 'espada de Damocles' bajo sus pies, conviene darse prisa en visitar estas islas, y mejor hacerlo caminando. Rutas bien señalizadas, senderos para todos los gustos y edades, puntos turísticos y zonas de acampada con baños, rampas para discapacitados y, lo que es más importante, una enorme y continua sensación de seguridad. Y es que, por señalizar, hasta te indican que circules con precaución al anochecer, no vaya a ser que atropelles a un kiwi, el pájaro símbolo y emblema de un país que yo guardaré para siempre en mi mochila.

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