Aunque ya son casi cuatro semanas las que llevamos viajando por este país, nunca termina uno de asombrarse ante las joyas naturales que lo adornan. Y es que, después de haber visitado algunos de los más bellos parques nacionales del planeta, la carretera nos llevó ahora hasta los dos monumentos más destacados que alumbran la Costa Oeste neozelandesa: los glaciares Franz Josef y Fox.
Protegidos por una vasta zona de bosque tropical (donde abundan los famosos y endémicos loritos kea, que Olivia todavía está buscando), se trata de dos colosos prácticamente únicos en el mundo, ya que en torno a ellos diversos ecosistemas se aglutinan en una secuencia ecológica interdependiente. Así, a sólo unos pocos kilómetros de sus líneas de avance, aparecen playas desiertas del mar de Tasmania, lugares de encuentro con uno mismo y con el ser creador de todo este tinglado (alguien tuvo que ser, digo yo).
Porque en ningún otro lugar a esta latitud hay glaciares tan cerca del océano. Su asombroso desarrollo se debe en parte a la incesante lluvia de la Costa Oeste, que provoca que la nieve caída en las amplias zonas de acumulación se fusione con el hielo transparente –de 20 metros de espesor- y se precipite por los valles, recorriendo un largo trecho antes de derretirse.
Según reza la leyenda, una joven perdió a su amante al caer desde uno de los picos del Franz Josef, y su torrente de lágrimas se congeló formando el glaciar. Desde entonces, la magia ha acompañado a este gigante de hielo, famoso por sus mortales desprendimientos. Ello, sin embargo, no frena a cientos de escaladores que cada año llegan hasta él con la intención de explorar sus grutas y paredes interiores, las más destacadas del Hemisferio Sur.
Para los menos intrépidos -y más pudientes-, también hay numerosas empresas que organizan viajes en aviones y helicópteros, algunos de los cuales llegan incluso a aterrizar en su cima. Porque los glaciares son el santo y seña de dos pequeños pueblecitos del mismo nombre (Franz Josef Glacier y Fox Glacier), abocados a la desaparición cuando el cambio climático reduzca a aguavestas dos joyas de hielo (hasta ahora retroceden y avanzan de forma cíclica).
Mientras, asiáticos con cámaras en mano, nostálgicos caminantes y jóvenes con ganas de aventura, hacen escala en este enclave de la Westland kiwi antes de adentrarse en la bulliciosa Queenstown. Nos queda un largo camino por recorrer, aunque como los glaciares, ya vemos a lo lejos el final de nuestra primera etapa.
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