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miércoles, 20 de abril de 2011

Atrapados en la Red

Internet, ese invento maligno que crea más adicción que la marihuana, es un bien cotizadísimo en Nueva Zelanda. Supongo que algo tendrá que ver el hecho de que este bendito país esté en el culo del mundo, aunque no parece demasiado lógico en una nación miembro de la insigne Commonwelth y que alardea de ser una de las más ‘progres’ del Hemisferio Sur.

Además, si tenemos en cuenta lo cerca que están de Asia, ese gran mercadillo de las nuevas tecnologías, no termina uno de entender por qué le clavan un pastón cada vez que pretende conectarse a la ‘red de redes’. Y, lo que es todavía peor, por qué carajo va tan lenta la conexión por la que ha pagado el equivalente a una cerveza y un bocadillo de calamares (5 dólares, una hora, que vienen a ser unos 3,2 euros tirando por lo bajo).

Cefalópodos aparte, los neozelandeses han convertido su lejanía en un negociete bastante curioso. La táctica es la siguiente: cada pueblo tiene una wifi gratuita cuyo acceso se logra sólo por petición. Pero no, no crean que todo el mundo puede acceder a tan magno regalo. Sólo los establecimientos públicos gozan de ese inefable privilegio. Éstos, a su vez, optan por distintas fórmulas, que van desde la absoluta gratuidad de la conexión (un 1%) a los listos que te sacan hasta el último centavo de dólar (neozelandés, claro). También están los que te venden la burra de la conexión gratis a cambio de un cafelito o una tostada, por cuyo precio bien se podría comprar uno un chalet en La Moraleja. Todo ello por no hablar de la cobertura, que en buena parte del país es más baja que Torrebruno y encontrarla es más difícil que llegar a la Tierra Media.

La culpa, según dicen por aquí, la tiene el emporio en el que se ha convertido la Telecom New Zealand, que es como nuestra Telefónica pero en versión kiwi. Sus hotspots (centros de cobertura) están repartidos por todo el país, y son los encargados de suministrar la red a los infames y quejosos turistas como yo. Menos mal que uno ha bregado en mil batallas y aprendió en tiempos de los spectrums, lo que le permite dominar todos los trucos y, si me pongo, hasta el lenguaje binario. Por eso, basta con llorar un poco y contar una mentirijilla piadosa para que te dejen trabajar en el mismísimo despacho del director del hotel. Gracias a él, ya son 18 los capítulos de estas crónicas neozelandesas, que son posibles porque, como en la Red, siempre hay alguien al otro lado dispuesto a leerlas.


Pd: En la imagen se puede ver a Oli buscando cobertura en el hotel de Queenstown.







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