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miércoles, 27 de abril de 2011

Algo más que canguros y koalas

Con sólo dos días como bagaje, confieso que no soy una voz demasiado autorizada para valorar los pros y los contras de un país tan vasto como Australia. Sin embargo, después de patearnos (literalmente) durante casi 30 horas buena parte de su capital, Sydney, sí puedo ofrecer una pequeña disección de lo que para mí es la sociedad aussie.

Sin duda, con 19 millones de habitantes y una superficie de casi 8 millones de kilómetros cuadrados, la inmensidad de este país proporciona una gran diversidad de paisajes, que van desde un espectacular y frondoso bosque tropical en el Norte, a esbeltas y tortuosas montañas nevadas y bosques de eucaliptos en el Sur. A ello se le añaden algunas de las más deslumbrantes playas del planeta y un inhóspito desierto en el centro.

En todos sus rincones, Australia desprende una extraña mezcla entre el más puro oeste americano y la arraigada tradición británica (el legado genético de los presos ingleses e irlandeses que ayudaron a construir el país es aún evidente), un ecléctico cóctel que tiene su epicentro en la cosmopolita Sydney. Todavía hoy, ya desde la distancia, conservo en la retina el momento en que arribamos a Harbour Bridge.

Con el puente a un lado y el edificio de la Opera al otro, me sentí como el anciano que regresa a su casa medio siglo después. Y no precisamente porque tenga ascendentes aborígenes, sino porque estando allí pude seguir el trazado de cada una de las bóvedas que diseñó el danés Jarn Utzon, y pude marcar con un cartabón imaginario todo el engranaje metálico de uno de los iconos más importantes de este lado del planeta. Era como escapar de una fotografía y hacer tangible lo imaginario. Fue, sin duda, un sueño hecho realidad.

Pero Sydney es mucho más que un puente y un auditorio. En cada calle, en cada plaza, en cada esquina, nace el germen de la multiculturalidad. Más de 120 nacionalidades se abren sincrónicamente en un abanico de colores, razas y condiciones. Y gracias a este melting pot cultural, todo ocupa su espacio, su sitio. Lo tiene en la City, en sus rascacielos y sus multinacionales; en The Rocks y en sus bares de copas; en Darling Harbour y en sus museos; en Darlinghurst y en sus galerías de arte; en Bondi Beach y en sus cafés.

Por poner un ‘pero’, quizá Australia no ha sabido o no ha querido dar a sus ancestros, los aborígenes, el lugar que merecen, relegándolos a guetos estigmatizados. En eso, como ya he advertido antes en este mismo cuaderno de bitácora, bien harían los aussies en copiar algo de sus vecinos los kiwis, mucho más respetuosos con los verdaderos dueños de la tierra que ahora ocupan.

La historia, caprichosa ella, les dará una nueva oportunidad, y seguro que los australianos la sabrán aprovechar. Así lo dictan sus escuelas multirraciales, la apertura de sus fronteras a los europeos y las oportunidades laborales que brinda un país que preserva hasta la tierra que entra y sale de las botas de los turistas. Ese celo, que particularmente no comprendo, los convierte en referente de la conservación del patrimonio natural y la lucha contra el cambio climático, que aquí está presente con especial virulencia, o eso es al menos la impresión que nos llevamos nosotros después de ser testigos de las cuatro estaciones en sólo 48 horas.

Con todo, y con las reservas propias del viajero de paso, no puedo dejar de recomendar que la gente visite Australia, al menos una vez en la vida. Es mucho más que unos cuantos koalas y otros pocos canguros. Lo dice alguien que no vio a ninguno de estos dos simpáticos animalillos, lo que me hizo ganarme una nueva bronca de mi mujer, que aún está esperando ver a un kiwi.









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