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viernes, 1 de abril de 2011

Personajes del camino

Los días siguen pasando rápido, pero como queda mucho camino por delante los seguimos afrontando con la misma ilusión que el primer día. Bien es cierto que, teniendo en cuenta lo que nos ha costado llegar hasta aquí, nos gustaría que las horas transcurrieran mucho más lentas y que muchos de los momentos que estamos viviendo se quedaran congelados para siempre.

Pero hay que seguir andando o, en nuestro caso, haciendo carretera. Durante el trayecto, que todavía ha sido relativamente corto (en torno a unos 1.000 kilómetros desde que arribamos a Auckland), nos hemos ido encontrando con numerosos compañeros de travesía, algo muy propio cuando se viaja como nosotros en un país como éste, que recibe a muchos visitantes al año.

Los hay sosegados y amables como la peruana Sylvia, con la que nos topamos en la Sky Tower de Auckland. Fue la primera persona con la que pudimos hablar durante un rato en castellano, algo de agradecer tras varios días de batallas dialécticas con el inglés que emplean aquí. Después de terminar sus estudios en su Lima natal, su madre la empujó a ver el mundo antes de casarse (“no vaya a ser que te salga un marido huraño que no te lleve de viaje”). Y a fe que siguió su consejo.

Tras recorrer España, donde vive su hermano, y Estados Unidos, conoció a su actual marido, un profesor neozelandés que la convenció para viajar hasta aquí, donde lleva ya más de 25 años. Viniendo de ella, fueron reconfortantes sus ánimos y su conversación, que no pudimos prolongar porque un grupo de japoneses necesitaba el ascensor para bajar desde el cielo donde se sitúa la torre (emblema de modernidad en Nueva Zelanda) hasta el suelo.

Con muchos menos años que Sylvia pero las mismas ganas de vivir encontramos a Caterina, una joven ecuatoriana que compartió con nosotros la improvisada zona termal del río Waikato a su paso por Taupo. De madre germana, lleva tres meses viajando sola por Australia y Nueva Zelanda. Ahora la acompañan una alemana que quiere aprender castellano y un japonés que apenas sabe inglés. El resultado, un trío bastante peculiar que sólo se comunica a base de signos y gestos.

Esta es una de las cosas más fascinantes que tiene este acogedor país. Se puede viajar sin miedo a ser atracado, en el sentido más amplio de la palabra. De hecho, y aunque nosotros aún no hemos logrado acostumbrarnos del todo, en muchos pueblos las puertas de las casas están siempre abiertas y puedes dejar el equipaje en el coche mientras vas de excursión sin miedo a ser desvalijado. Es una mera cuestión de civismo, algo de lo que adolecemos en el llamado ‘Viejo Continente’.

Precisamente allí, en Inglaterra, estudió nuestro siguiente personaje: Tony. Dueño del motel en el que nos alojamos en Rotorua, su vida a buen seguro que daría para una trilogía de cine. Eso es, al menos, lo que pensamos después de nuestra primera conversación con él tras llegar a la ciudad de los maoríes y las fuentes termales.

Mis continuas preguntas sobre las mismas cosas lo sacaron de quicio al principio, pero al final terminamos intimando y hasta nos contó algunas de sus peripecias en Benidorm (“mujeres y cerveza barata”, según dijo él mismo) y nos enseñó una foto suya en moto en Las Cañadas del Teide. Mientras, su compañera (imagino que sentimental) nos ayudó a poner nuestra primera lavadora, y eso une mucho cuando uno lleva varios días usando los mismos calzoncillos.

Cathy, por su parte, se mostró algo extrañada de vernos llegar tan tarde a Whitianga, una bonita localidad de Coromandel donde tengo serias dudas de que pueda existir la vida. Después de darnos la ya tradicional jarrita/brick de leche de bienvenida, nos dedicó casi una hora en explicaciones sobre la península y las actividades y excursiones que podíamos hacer. También nos invitó a galletas y nos despidió con su eterna sonrisa.

Con Ross y Pip Baker, nuestros caseros en Turangi (la capital de la pesca de la trucha), apenas cruzamos cuatro frases, pero los tengo que incluir en este particular listado porque nos dieron wifi gratuita y nos permitieron pasar dos noches increíbles (tortilla de patatas incluida) en el motelito más entrañable que nos hemos encontrado hasta la fecha. Mis suegros pueden dar fe de ello gracias al impagable Skype, ese invento que le pone cara a las conversaciones con la familia allén de los mares.

Pero, para parejas singulares, con las que compartimos mesa en la cena maorí de Rotorua. Aunque no recuerdo sus nombres y a pesar de la diferencia de edad (las tres pasaban de los 50), sí que pasamos una velada más que agradable, que además nos permitió conocer algo más de la vida en Canadá, Estados Unidos y Nueva Zelanda, países de procedencia de nuestros compañeros. En realidad, más que un espectáculo turístico, la vista al Mitai village maorí pareció una conferencia de las Naciones Unidas, porque allí nos juntamos sujetos de 20 nacionalidades distintas. Bendita globalización.

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