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lunes, 4 de abril de 2011

Comunas del siglo XXI

Como uno va haciéndose mayor, no suele estar para muchos ajetreos. Así, cuando viajo suelo hacerlo solo o en pareja y, sin excesos, buscando la maxima comodidad y un poco de tranquilidad. Por eso, cuando pisé mi primer albergue para mochileros o backpackers neozelandés (que no será el último) me sentí tan perdido como cuando descubrí el sexo. Fue como si me convirtiera en el personaje al que todos vilipendian en una película de universitarios americanos.

Habitaciones con literas, cuartos de baño y duchas compartidas, basura y platos por fregar en la cocina, mucha cerveza, drogas blandas y casi todo el mundo hablando en lenguas para mí babilónicas. Por si esto fuera poco, tuvimos (menos mal que las penas compartidas son algo más llevaderas) la fortuna de ser agraciados con la habitación enclavada en el lounge, que en mi pueblo viene a ser el patio o, si se quiere ser más fino, el porche. Ello nos obligaba a saltar (literalmente) por encima de media docena de hippies ociosos cada vez que pretendíamos tomar el fresco o, simplemente, satisfacer nuestras necesidades más básicas. Eso por no hablar de los problemas para lograr un hueco para hacernos la cena, en medio de aprendices de Arguiñaño y restos de todo tipo de condimentos y salsas.

Sin embargo, una vez superadas las ganas de escapar y pagar una fortuna por alojarme en una placentera habitación de hotel con baño propio y desayuno incluido, empecé a darme cuenta de lo que realmente puede llegar a ser un backpacker. Bastó con encontrar a la única española que posiblemente esté ahora en Nueva Zelanda (gracias Mayte) para aprender el rito iniciático que supone vivir en estas ‘comunas del siglo XXI’.

Porque no todo es tan malo como parece (en Córdoba, ademas, somos muy exagerados). De hecho, con el paso de las horas comenzamos a mirar con otros ojos a nuestros singulares vecinos. Así, los hippies hediondos (palabra muy canaria ésta) se convirtieron en estudiantes universitarios; los fumadores de porros en alumnos de posgrados y masters; y los punkys y rastafaris eran en realidad trabajadores cualificados y hartos de la patronal, como el 99% de los mortales.

Muchos son alemanes y franceses que, una vez terminados sus estudios, deciden tomarse un año sabático viajando por el mundo. Pero también hay australianos, ingleses, irlandeses, italianos, israelitas o turcos que un día decidieron romper con todo y buscarse las habichuelas a miles de kilómetros de casa. Y no, contrariamente a la imagen que se pueda tener de ellos, estos sujetos no suelen hacer camino a costa de sus progenitores. Aunque siempre hay algún vividor de medio pelo, casi todos se buscan la vida para ir tirando, lo que al final termina uniéndolos y convirtiéndolos en una gran familia. Son jóvenes valientes capaces de desafiar a la lógica de las crisis y los reparos en pos de un sueño, como un servidor, pero con menos entradas en el cuero cabelludo, claro.

Ya lo decía mi abuela: “Cada uno es de su padre y de su madre”; y en la variedad está la diversión, añadiría yo. La convivencia, sea a la edad que sea, siempre enriquece, aunque más vale mejorar el inglés si no quieres que se te queme el pollo por no haber entendido cómo funciona el microondas.

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