Los niños solían corretear por los soportales. Las niñas soñaban con vestirse de princesas en sus fiestas de quinceañeras. Y los padres hacían acopio de provisiones en Food City, compraban unos jeans en BB Fashion o cenaban como perfectos gringos en Piper Pizza.
Todo eso forma parte del pasado prohibido en Arizona. En los dos últimos meses, bajo la sombra de la ley de inmigración que permitirá desde mañana la detención de “indocumentados” ante la menor sospecha, los hispanos han desaparecido.
El miedo se ha apoderado de Phoenix, y el único que campea alegremente por las plazas desoladas es el espectro de Joe Arpaio, el sheriff más duro de América, que ha agrandado su humillante prisión-tenderete para encerrar a los “ilegales” que no abandonen el estado.
“Tienen a la gente temerosa, amargada y frustrada”, asegura María Sierra, nacida hace 58 años en Mexicali y arraigada desde los 18 a esta tierra que ya no reconoce: “Mi madre me dijo: ‘Allá donde fueres, haz lo que vieres’. Eso es lo que hemos hecho millones de emigrantes y así nos responden. Los anglos creen que ellos no van a sufrir la salpicadura, pero ya están sintiendo el daño. Están convirtiendo Arizona en una tierra sin esperanza”.
Como la última de Filipinas, María aguanta al frente de su tienda de regalos Q Crafts, en una plaza sin nombre de la calle 43 con Thomas Street, que es la metáfora agonizante de la ciudad fantasma. A las puertas del negocio se acumulan las cajas de cartón con ropa, zapatos, juguetes y hasta ventiladores que decenas de familias han ido dejando antes de la inevitable partida. “La gente intenta vender todo lo que tiene para poder marcharse, y traen aquí lo que les sobra”, admite María.
Es muy triste todo lo que está pasando. Como tantos otros, cuento los días que quedan para el jueves y le pongo velas a la Virgen de Guadalupe para que la juez pare la ley. Dios no abandona a su pueblo, y ésa es mi esperanza”. Junto a María, reafirmando aún su fe en el sueño americano, la inmigrante sin papeles Emma Vergara no duda en dar la cara, así la fiche el sheriff Arpaio, el malo de la película. “Emma es una guerrera y va a salir victoriosa”, asegura María junto a su inquebrantable amiga. “Soy de Manzanillo y entré en el país ilegalmente hace siete años”, confiesa Emma.
“Vine buscando una vida mejor junto a mi marido, que trabaja de jardinero. Ya no hay casi empleos para nosotros, pero yo estoy ahora metida en una red de mercadeo y, a pesar de todo, tengo muchas ganas de salir adelante. Muchos amigos se dijeron ‘ya me sacan’ y decidieron marcharse a otros estados. Pero yo me quedo y lucho”. Raquel García, guatelmalteca de 29 años y madre de cinco hijos, duda aún entre quedarse o sumarse al éxodo de miles de hispanos: “Lo tenemos todo listo, por si acaso. Todo va a peor, ya no encuentras trabajo, y las calles se han quedado solas. Nuestra familia en Washington nos dice que nos vayamos, pero mi mamá está legalizada y mis hijos nacieron acá. Ustedes, ¿qué harían?”.
Raquel desafía la amenaza invisible y el calor del infierno y se permite una última cena familiar con su marido y su niño pequeño en La Pupusa Loca, el único restaurante que a duras penas sobrevive al naufragio en la plaza sin nombre. Edgar y Ana Vela, naturales de El Salvador, tuvieron que cerrar hace 10 días la panadería aledaña y despidieron a seis empleados “con todo el dolor del alma”. “Nos tienen cercados, y así no hay manera de hacer negocios”, apunta Edgar. “Aunque no los veas, la plaza está rodeada por coches patrulla y grúas. Están esperando a que pase un carro sin la placa en condiciones o sin seguro para poder detener al conductor”, añade.
Publicado en el diario El Mundo
Todo eso forma parte del pasado prohibido en Arizona. En los dos últimos meses, bajo la sombra de la ley de inmigración que permitirá desde mañana la detención de “indocumentados” ante la menor sospecha, los hispanos han desaparecido.
El miedo se ha apoderado de Phoenix, y el único que campea alegremente por las plazas desoladas es el espectro de Joe Arpaio, el sheriff más duro de América, que ha agrandado su humillante prisión-tenderete para encerrar a los “ilegales” que no abandonen el estado.
“Tienen a la gente temerosa, amargada y frustrada”, asegura María Sierra, nacida hace 58 años en Mexicali y arraigada desde los 18 a esta tierra que ya no reconoce: “Mi madre me dijo: ‘Allá donde fueres, haz lo que vieres’. Eso es lo que hemos hecho millones de emigrantes y así nos responden. Los anglos creen que ellos no van a sufrir la salpicadura, pero ya están sintiendo el daño. Están convirtiendo Arizona en una tierra sin esperanza”.
Como la última de Filipinas, María aguanta al frente de su tienda de regalos Q Crafts, en una plaza sin nombre de la calle 43 con Thomas Street, que es la metáfora agonizante de la ciudad fantasma. A las puertas del negocio se acumulan las cajas de cartón con ropa, zapatos, juguetes y hasta ventiladores que decenas de familias han ido dejando antes de la inevitable partida. “La gente intenta vender todo lo que tiene para poder marcharse, y traen aquí lo que les sobra”, admite María.
Es muy triste todo lo que está pasando. Como tantos otros, cuento los días que quedan para el jueves y le pongo velas a la Virgen de Guadalupe para que la juez pare la ley. Dios no abandona a su pueblo, y ésa es mi esperanza”. Junto a María, reafirmando aún su fe en el sueño americano, la inmigrante sin papeles Emma Vergara no duda en dar la cara, así la fiche el sheriff Arpaio, el malo de la película. “Emma es una guerrera y va a salir victoriosa”, asegura María junto a su inquebrantable amiga. “Soy de Manzanillo y entré en el país ilegalmente hace siete años”, confiesa Emma.
“Vine buscando una vida mejor junto a mi marido, que trabaja de jardinero. Ya no hay casi empleos para nosotros, pero yo estoy ahora metida en una red de mercadeo y, a pesar de todo, tengo muchas ganas de salir adelante. Muchos amigos se dijeron ‘ya me sacan’ y decidieron marcharse a otros estados. Pero yo me quedo y lucho”. Raquel García, guatelmalteca de 29 años y madre de cinco hijos, duda aún entre quedarse o sumarse al éxodo de miles de hispanos: “Lo tenemos todo listo, por si acaso. Todo va a peor, ya no encuentras trabajo, y las calles se han quedado solas. Nuestra familia en Washington nos dice que nos vayamos, pero mi mamá está legalizada y mis hijos nacieron acá. Ustedes, ¿qué harían?”.
Raquel desafía la amenaza invisible y el calor del infierno y se permite una última cena familiar con su marido y su niño pequeño en La Pupusa Loca, el único restaurante que a duras penas sobrevive al naufragio en la plaza sin nombre. Edgar y Ana Vela, naturales de El Salvador, tuvieron que cerrar hace 10 días la panadería aledaña y despidieron a seis empleados “con todo el dolor del alma”. “Nos tienen cercados, y así no hay manera de hacer negocios”, apunta Edgar. “Aunque no los veas, la plaza está rodeada por coches patrulla y grúas. Están esperando a que pase un carro sin la placa en condiciones o sin seguro para poder detener al conductor”, añade.
Publicado en el diario El Mundo
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