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lunes, 16 de mayo de 2011

El valor del presente

Aunque pueda parecer una perogrullada, no siempre es fácil vivir única y exclusivamente en el presente. De hecho, los humanos, por esa rara condición que nos viene dada desde que nacemos, gastamos la mayor parte de nuestro tiempo tratando de preveer el futuro. No es el caso de los balineses, esa rara especie de personas que dejan la vida pasar sin más preocupación que el aquí y el ahora.

Para ellos, cualquier acontecimiento que vaya más allá de este momento, simplemente no existe. Desde esta perspectiva, resulta comprensible que en Bali, por ejemplo, la gente no tenga miedo a la muerte, básicamente porque no saben cuándo ni cómo ocurrirá. Además, situaciones a priori tan simples como planificar un viaje o decidir qué almorzarán mañana, no tienen sentido para los nativos de esta isla, donde el tiempo pasa más lentamente de lo normal.

Paradójicamente, esa concepción tan irritantemente realista de la vida, no impide a los balineses dejarse un pastón en ofrendas de todo tipo, que repiten con exasperante frecuencia en todos los rincones del país. Para ello, con cuidado ceremonioso depositan ante la deidad de turno todo tipo de objetos en pequeñas bandejas hechas con hojas de plátano. Su constancia, lejos de ser síntoma de fe, es más bien una cuestión de superchería, una especie de “por si acaso” ante lo que pudiera venir.

Ahora bien, tomárselo sí que se lo toman en serio, y como si del número 13 o el color negro se tratase, sus creencias y supersticiones hacen que, por ejemplo, todos los elementos de metal tengan su festividad, día en la que son bendecidos para que ofrezcan un buen servicio durante el resto del año. Así, como si de una película de Berlanga se tratase, coches, motos, camiones, autobuses y hasta menaje del hogar, es decorado con el objetivo de satisfacer las necesidades del dios correspondiente. Éste, como ya dije anteriormente en este mismo diario, no tiene sexo y puede ser cualquier cosa, por lo que todo es susceptible de ser venerado.

Y es que en Bali lo de las ceremonias es casi un divertimento nacional. No en vano, las hay para todos los gustos: cada luna llena, cada luna nueva, dedicadas a un dios en concreto, como homenaje al dios supremo, etc. No hay que olvidar que los balineses, además del calendario occidental, usan otros dos de ámbito local, por lo que hay festividades de todos los colores. Dichos calendarios, por ende, también indican el día más propicio para sembrar, recolectar, construir un barco, comenzar un viaje y hasta cortarse el pelo.

En esta vorágine de creencias fetichistas, el papel principal lo ocupan los sacerdotes, cuya casta superior tiene ventajas hasta en el supermercado. Elegidos para todo tipo de ceremonias, desde las bodas y bautizos hasta la compra de una casa, sus mujeres sólo pueden ser de clase elevada, aunque los más listos pueden mejorar el rango de su parienta sólo por el mero hecho de convertirla en su esposa. Ésta, además, está capacitada para dirigir eventos sólo por ser quien es, sin necesidad de cursillos y tras unas pocas ‘clases particulares’.

El brahmán, que así se llama el susodicho, está considerado como un dios entre los hombres (o incluso como dioses de dioses), lo que les confiere la potestad de hacer y deshacer deidades según su deseo, puesto que según la tradición eran los señores de la creación y del dharma (la religión). Guardianes del conocimiento, tienen el deber de instruir a las otras dos castas de “nacidos dos veces”, los llamados chatrías (militares políticos) y los vaishias (campesinos y comerciantes), pero jamás deben enseñar a los shudrás (esclavos) y mucho menos a los intocables (los pobres entre los pobres), puesto que ése es un pecado que el rey chatría debe castigar mediante la tortura física. Vamos, un chollo de profesión que además les reporta un buen puñado de rupias. Como para no pensar sólo en el presente…

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viernes, 13 de mayo de 2011

Mariposas

Begoña López aterrizó por primera vez en Bali hace ahora 13 años. Lo hizo como una turista más, con el único deseo de disfrutar del sol y las playas de este paraíso infinito. Como a otros muchos (entre los que me incluyo), el paso de los días la hizo sumergirse en la historia, la cultura y el encanto que desprende no sólo el país, también sus habitantes. Así, de vuelta en su Vitoria natal, decidió que tenía que volver a ese lugar mágico que para ella tenía aún muchas cosas por descubrir.

Y a fe que lo hizo. Dos nuevas visitas y un amor inesperado terminaron de cautivarla, hasta el punto de que un buen día decidió hacer las maletas para embarcarse en una aventura que cambiaría para siempre su vida. Así se escribe la historia de esta asistente social y auxiliar de enfermería guipuzcoana que en el año 2000 fundó en Bali la ONG Kupu Kupu (que significa ‘mariposa’ en indonesio), dedicada al apoyo, formación e inserción de discapacitados físicos e intelectuales.

Ellos son ahora para Begoña su pequeña familia balinesa, una singular tropa que ha ido creciendo en medio de numerosas tempestades. Especialmente duros fueron los primeros meses, cuando el proyecto se tambaleaba por falta de apoyos y por las reticencias de la propia comunidad local. De hecho, para lograr ayudas públicas esta heroína vitoriana tuvo que registrar ella misma la ONG e incluir a varios de sus amigos como miembros y representantes oficiales de la misma. Luego, fue de puerta en puerta hasta que finalmente logró que una se abriera, la del ayuntamiento de Llodio, quien concedió a la ONG su primera subvención. Fue en 2004.

Desde entonces y hasta hoy la entidad no ha dejado de salvar obstáculos, empezando por la escasa conciencia que existe en este país hacia las personas con discapacidad. Porque aquí no hay ayudas ni recursos. Cualquier problema físico o psíquico se considera un castigo que vino dado, producto del karma, que hay que admitir con resignación hasta el fin de los días. Contra eso, y contra una sociedad machista donde la mujer es un cero a la izquierda, se rebeló durante años Begoña, quien recuerda cómo descubrió a decenas de jóvenes de entre 20 y 30 años que no habían salido nunca de sus casas, que no sabían leer ni escribir y aún así pintaban unos cuadros maravillosos a los que ni podían poner su nombre.

Poco a poco, con la única ayuda de quien es ahora su marido, Made, y merced a una nueva subvención del ayuntamiento de Vitoria, en 2005 iniciaron la construcción de un centro en Ubud y adquirieron un autobús adaptado para trasladar a los chicos. Con ello nacía oficialmente Kupu Kupu, que en la actualidad asiste a casi medio centenar de jóvenes discapacitados en dos centros, el segundo de los cuales se abrió en abril de 2010 en Bangli, al norte de Bali.

Junto a las dos residencias, Kupu Kupu también posee una tienda en Ubud, donde vende las tallas y objetos que realizan los alumnos de la escuela, verdaderos artistas de rostros simpáticos y corazón inmenso. Komang, Nengah, Kadek, Dewa, Alit, Erni o Yudi son algunos de estos jóvenes que un día vieron algo de luz al final del túnel en el que estaban condenados. Mariposas a las que alguien había negado la posibilidad de volar sólo porque un día se rompió la crisálida en la que nacieron.













miércoles, 11 de mayo de 2011

Arena y sol

A poco más de una hora en barco de la camaleónica Bali se esconden tres minúsculas islas coralinas cuyas playas de arena blanca y aguas cristalinas contemplan el reflejo caleidoscópico que producen los peces de colores. Son las Gili, pequeños paraísos asequibles para todos los bolsillos ubicados en la costa noroeste de Lombok.

Antiguo refugio de pescadores y turistas asiáticos, en los últimos años estos tres islotes han tratado de aguantar estoicamente las arremetidas de la explotación y el desarrollo urbanístico. Éste, por el momento, sólo ha logrado ganar la batalla en Gili Trawangan, donde hay villas y resorts en los que pasar la noche puede llegar a costar más de 150 euros.

Enfrente, Gili Meno rezuma aún ese sabor tradicional que hoy día es complicado encontrar en Indonesia. Con poco más de 300 habitantes y sólo media docena de warungs (que vienen a ser como los guachinches tinerfeños), llegar hasta ella implica cierto espíritu de Robinson Crusoe, al menos en lo que a playas solitarias se refiere.

Esa misma sensación, pero con la certeza que da el saber que uno está cerca de tierra firme, es la que ofrece Gili Air, la más recomendable de las tres. Plagada de cocoteros y de ambiente sosegado, mejor visitarla fuera de los meses de verano, cuando la apertura de sus bares de temporada hace que pierda su distintivo carácter rural. Éste se refleja fundamentalmente en sus singulares cidomos, una especie de carreta rociera de escasa capacidad que se emplea como taxi y vehículo de transporte en estas ínsulas.

Sí, han oído bien. Aunque no lo crean, todavía hay lugares en el mundo donde están prohibidas las máquinas a motor, que en las Gili han cedido su espacio a las bicicletas y los ponys. Ello, y la posibilidad de consumir cierto tipo de drogas sin miedo a ser detenido, es lo que ha convertido a Trawangan en uno de los destinos más visitados de Indonesia. Sus playas, sus aguas color turquesa y su amplia oferta de ocio (buceo, snorkeling, pesca…), la sitúan cerca de Bali en cuanto a afluencia de turistas por metro cuadrado.

Al más puro estilo ibicenco, sus cafés chill out, sus refrescantes cócteles a pie de playa y sus puestas de sol, encandilan por igual a hippies y pijos, que conviven armónicamente junto a buscavidas locales y vendedores de humo. Éstos aparecen en cualquier momento y lugar a la caza de algún turista despistado al que colarle desde un alojamiento barato y cochambroso a una excursión exclusiva para ver los dragones de Komodo. Todo vale con tal de sacar algunas rupias con las que comprar el último modelo de móvil o unas gafas de Giorgio Armani.

Y si surgen conflictos, tampoco habrá policía para resolverlos, porque aquí cualquier enfrentamiento lo aplaca el kepala desa (jefe del pueblo), la única autoridad a la que se respeta en las Gili. Con todo, en estas islas la vida se vive tan lentamente que nadie tiene el ánimo ni las ganas necesarias como para crear problemas. Porque coges tanto sol y bebes tantos zumos de frutas que te tomas el presente y, sobre todo, el futuro, sin sobresaltos. Lástima que, como en el cine, siempre se enciende la luz al final de la película, que esta vez para nosotros duró poco más de 48 horas. Aun así, continuará…





Los 'vaqueros' de Kuta

Distan mucho de ser John Wayne, y ninguno de ellos sabe lo que es un Colt 45. Tampoco son tipos duros, ni montan a caballo. Y la mayoría, ni siquiera fuma. Pero, aunque el oeste americano queda muy lejos para ellos, son unos auténticos cowboys. Son los llamados vaqueros de Kuta.

Su fama data de finales de los 90, cuando el boom turístico en Bali provocó una avalancha de turistas que aún hoy continúa in crescendo. Ellos, jóvenes en paro acostumbrados a la buena vida, vieron en las mujeres de mediana edad un filón con el que dar un giro a sus insípidas existencias. Para ellas, la mayoría solteras o divorciadas, el exotismo de estos surferos de pelo largo y moreno curtido por el sol, es el complemento perfecto a las vacaciones de arena y sal.

Como los amores de verano, estas singulares historias terminan en la terminal del aeropuerto, cuando el vaquero, con los bolsillos llenos, despide a la cariacontecida amante con un “hasta siempre”, frase que puede repetir en una decena de idiomas. Otros, los más listos, irán más allá en sus pretensiones y lograrán que ese flechazo interesado dure lo suficiente para llenar un poco más la hucha y lograr esa nueva tabla de surf, una moto más potente o incluso un coche. Por haber, hay quien incluso colecciona conquistas, y se apaña lo suficientemente bien como para que sus 6 ó 7 novias, una de cada país, no coincidan nunca en otras vacaciones en la isla.

En los últimos años, el gobierno ha tratado de poner coto a estos cowboys del siglo XXI, a los que varias ONGs equiparan a las prostitutas tailandesas. Sin embargo, la cruzada de unos y otros no impide que día tras día los vaqueros de Kuta sigan tomando la playa a la caza de mujeres con dinero en sus bolsos. Y es que, detrás de cada uno de estos jóvenes se esconde una historia atroz de miseria y desarraigo. De hecho, algunos están hasta casados, y buscan en estas amantes el sustento necesario que alimente las bocas que hay en casa. Otros, por el contrario, han convertido su afición en profesión, e incluso apuestan entre ellos por ver quién consigue la presa de más nivel.

Es el caso de Sihyá, quien confiesa con orgullo que tuvo un hijo con una australiana que le doblaba la edad. Todo empezó en la playa, cuando convenció a la chica de que necesitaba un guía para conocer los mejores rincones de Bali. A partir de ahí, y en apenas dos semanas, sus cariñosos servicios le permitieron acumular hasta una decena de regalos caros y le llevaron a dormir en una habitación de hotel varias noches seguidas. “Le dije que la quería en inglés, aunque también sé decirlo en otros idiomas”, asegura con prepotencia este sujeto que ya peina canas y sigue sin oficio conocido. “Yo la llevaba en mi moto a las playas, y ella me invitaba a comer en restaurantes caros”, relata Sihyá, a quien en Kuta tienen como un héroe por sus numerosas conquistas. Entre ellas, según afirma, hay varias alemanas, una francesa y americanas, aunque ninguna española, mujeres “calientes” que todavía no han podido ser doblegadas por este Don Juan de pacotilla.

Al chaval, sin embargo, hay que reconocerle algo de mérito, ya que, como él mismo expone en un inglés básico, “no se trata sólo de sexo; también las ayudo a sacar más baratas las compras, a llegar a todos los sitios y les doy el cariño que ellas necesitan”. Si es que son unos sentimentales, y los hay que para demostrarlo aprenden de memoria algunas poesías y tocan en la guitarra canciones de Eric Clapton. Todo sea por darle más credibilidad al papel que tienen tan bien aprendido y que seguro les permitiría optar al Oscar de la Academia.

El negocio, que genera al año millones de euros y provoca más de un sobresalto al gobierno balinés (al que le llueven las quejas diplomáticas), se ha trasladado desde Kuta a otros puntos del país, como Amed, Lovina o Ubud. Aquí los vaqueros no salen de día, pues hace mucho calor y no hay mar donde refrescarse. Tampoco llevan tabla de surf. En esta zona del centro del país son “artistas”. Pintan, esculpen, tallan… o se rascan la barriga hasta que llega la noche. Entonces, recogen sus largas melenas en coletas y arrancan sus ruidosas motos en busca de una buleh (extranjera) con ganas de sumergirse profundamente en la cultura balinesa. Cuando la encuentran, le hablan de Picasso, Rodin o Mozart, le susurran al oído los cuatro piropos previamente aprendidos y, como Clint Eastwood y Gary Cooper, las montan a la grupa de sus corceles de metal y las llevan a sus ranchos por un puñado de rupias.






jueves, 5 de mayo de 2011

“Déjate fluir”

Si no hubiera sido por ellos quizá ahora todavía estaríamos en el aeropuerto de Denpasar tratando de buscar el hostal en el que nos estamos quedando. Por eso, y por otras muchas razones que no viene al caso contar en este post, para nosotros son desde ahora y para siempre nuestros padres balineses.

Para ellos esta isla no tiene secretos, porque hace ya 25 años desde que la pisaron por primera vez. De aquel lugar mágico e inhóspito, según reconocen, queda muy poco, aunque siempre será mejor que aquella otra isla en la que nacieron. Y es que sus vidas bien podrían dar para un libro entero, porque desde que se conocieron allá por los 60 han ido escribiendo capítulos a cual más apasionante. Su devenir, sin embargo, no ha sido fácil, sobre todo porque decidieron romper con las reglas en una época en la que nadie cuestionaba el sistema, con el único objetivo de ser felices.

Pero a fe que lo consiguieron, y ahora la mayoría de sus amigos reconocen que sus locuras eran en realidad proyectos muy cuerdos propios de dos personas hechas a sí mismas. Así lo entendieron en Holanda, Dinamarca, Inglaterra y ahora Bali, el penúltimo destino de estos dos seres increíbles que amenazan con seguir dando mucha guerra.

“Todo es cuestión de dejarse fluir y convertirte en protagonista y no mero espectador de la película de tu existencia”, me dijo uno de ellos a los dos días de conocernos. “Porque no se trata de ver la vida pasar, sino de meterte dentro y disponer de ella”, continuó explicándome mientras bromeaba en indonesio con una vendedora de fruta del mercado.

“Lo que ha de suceder, sucederá, y basta con esperar a que las cosas vayan transcurriendo como deben hacerlo”. “Todo es cuestión de energía, del sentimiento primigenio que perdimos cuando nos hicimos seres racionales”. Dicho así, parece muy fácil. Lo realmente complicado es llevarlo a la práctica. Ellos lo hicieron, dejaron que la vida fuera fluyendo, y no les fue nada mal. Con trabajo e ilusión consiguieron hacerse un hueco en la compleja sociedad asiática, llena de tabúes y trabas para todo aquel que llega de fuera. Ahora, desde dentro, no sólo en Bali les respetan, también en su Tenerife natal, al que vuelven de vez en cuando para ver en lo que se ha convertido y comerse unas piñas de millo.

Hasta en esto fueron unos adelantados a su tiempo, porque eran y siguen siendo vegetarianos, no sólo ellos, también sus hijos, a los que inculcaron unos valores que muchos cuestionan y muy pocos comprenden. Ello explica una relación basada en la confianza y el respeto mutuo, una complicidad de la que nosotros sólo pudimos disfrutar durante unos días. Porque, como en todo este viaje, nos faltó tiempo para aprender algo más de estos dos hippies de convicción, dos grandes con todas las letras que tienen nombres y apellidos.

Gracias Tomás, gracias Zamora (todavía hoy sigo sin saber tu nombre de pila). Seguiremos intentando fluir, por lo menos el resto de este viaje.



Las reglas de la ‘selva’

Por mucho que uno haya visto en las películas de Jackie Chan lo que supone conducir un vehículo (tenga dos o cuatro ruedas) por Asia, nunca podrá compararse con la apasionante experiencia de vivirlo en directo. Y es que, más allá del volumen de tráfico que hay a todas horas y por todas partes, lo realmente divertido es tratar de imbuirse del espíritu local y dejarse llevar.

Porque aquí no hay reglas ni normas, y sólo impera un mínimo código al que uno debe adaptarse sí o sí. En él, las motocicletas tienen carta blanca para campar a sus anchas por todo el país, que como el resto de vecinos asiáticos las han convertido en los transportes más usados y demandados. La razón principal, el irrisorio precio de compra y alquiler de estos demonios de dos ruedas, capaces de encontrar cualquier resquicio en un atasco kilométrico. Junto a ellas, y excluyendo a los taxistas –que son los más listos en todo el mundo-, las bicicletas conducidas por menores son los otros vehículos más respetados en Bali. Tanto que pueden incluso circular en sentido contrario sin ser sancionados.

Bueno, en realidad es difícil ser sancionado por algo en un país donde uno puede comprar cualquier carné o conducir una moto con menos de 10 años. Además, si tienes la mala fortuna de ser parado por la escasa policía que hace frente a tal despiporre, siempre está la opción de meter 50.000 rupias (algo así como 4 euros) en el bolsillo del pantalón del agente para que éste haga la vista gorda.

Con todo, Bali sigue siendo un país distinto, con una energía que va más allá de lo fisíco y trasciende de lo terrenal. Sólo así se puede explicar que en un cruce con dos semáforos y cuatro posibles direcciones, todo el mundo pueda girar en cualquier sentido y nunca haya accidentes de consideración. Al menos que yo haya visto en los diez días que llevamos aquí.

La explicación es bien sencilla. Aquí cualquier vehículo es susceptible de transportar cualquier cosa. Y cuando digo cualquier cosa lo hago en el sentido más amplio de la palabra. Pollos, cajas, alimentos, tuberías y hasta niños de teta (a los que se amamanta en plena marcha) van de un lado para otro en bicicletas, motos y pequeños coches donde mi hermana no podría meter su equipaje de un fin de semana. Basta con agudizar el ingenio y lanzarse a la aventura con el único propósito de llegar al destino.

Es verdad que si uno está dispuesto a pagar más, siempre podrá alquilar un coche de alta gama, con cd, llantas de aluminio y aire acondicionado. Le permitirá ir un poco más fresquito y descansado, pero no le impedirá tardar tres horas en recorrer medio centenar de kilómetros.

Porque el tiempo es algo que en Bali no se cuenta en minutos ni segundos, sino en horas, porque es lo que te puedes tirar para ir a tumbarte a una playa que sólo está a 20 kilómetros de tu casa. De hecho, quizá cuando llegues es probable que se haya puesto hasta el sol, por lo que tendrás que resignarte a tomarte una cerveza fría junto al mar escuchando el rumor de las olas. Es lo que tiene este país, que de la jungla de asfalto al paraíso de arena apenas distan unos pocos metros. Difíciles de recorrer, pero sin duda apasionantes. Y mejor vivirlo que contarlo.





lunes, 2 de mayo de 2011

Grises

Bali tiene un color especial. No, no se trata de una nueva versión de la canción que popularizaron Los del Río. Simplemente es así. Queda de manifiesto en sus calles, sus gentes, sus pueblos, su comida, sus turistas e, incluso, en su manera de entender la religión. Ésta va más allá de los templos y las ofrendas, y tiene mucho que ver con la manera de afrontar la vida.

En teoría, los balineses son hinduistas, pero su concepción es muy distinta de la que se practica en la India. Cuando la dinastía Majapahit llegó a la isla en el siglo XI, introdujo su religión y rituales, así como su arte, su literatura, su música y otros elementos culturales. Pero los balineses, que ya disponían de fuertes creencias religiosas, simplemente ‘recubrieron’ con estas nuevas influencias las prácticas existentes. Así, aunque aquí se veneran a los mismos dioses que los hinduistas hindúes (la trinidad formada por Brahma, Shiva y Vishnu), incorporaron a su propio dios supremo, Sanghyang Widi. Sin embargo, y es algo muy propio de los sujetos de aquí, tampoco lo adoran con demasiada frecuencia, y les basta con un santuario desocupado o un trono vacío para sugerir la presencia divina.

Es precisamente aquí donde más singular es la relación de los balineses con sus dioses y sus templos. La creencia de que los espíritus están por todas partes se halla en la base animista que subyace en gran parte de su fe. Por eso, los presuntos espíritus buenos moran en las montañas y traen prosperidad, mientras que los gigantes y demonios merodean bajo el mar. Los espíritus malos, por su parte, vagan por los bosques y playas desiertas, especialmente los fines de semana y a la salida de las discotecas (esta aclaración es de cosecha propia).

Este maremágnum de deidades y las supuestas batallas que entre ellas se generan, provoca que los balineses estén en permanente lucha por mantener esta equidistancia. Eso, traducido al día a día, supone que en cada casa, en cada establecimiento y, en general, en cada esquina, haya ofrendas para rendir homenaje a los buenos espíritus y apaciguar a los malos. Éstos también tienen su propio espacio en los templos, y su principal representante es Durga, la terrible encarnación de la esposa de Shiva. Supongo que de aquí viene la aversión que muchos maridos tienen a sus cónyuges, a las que a buen seguro querrían honrar con ofrendas apaciguadoras cuando llegan a casa a horas intempestivas después de una cena de empresa.

Batallas maritales aparte, en Bali hay un mínimo de tres templos por cada pueblo. Como si del boom inmobiliario se tratase, hay muchos aún en construcción, ya que su importancia es tal que todos son considerados propiedad de la isla. El más destacado es el de Pura Besakih, al que se le conoce como ‘templo madre’. Además de ser el más antiguo y más grande, también cuenta con una negra leyenda, después de que en 1963 el volcán que reposa a su espalda dejase más de 300 muertos tras una violenta erupción.

Durante gran parte del año los templos balineses permanecen desiertos, pero en los días sagrados, cuando los dioses y espíritus ancestrales descienden desde el cielo para visitar a sus devotos (algo así como la Semana Santa), de repente éstos cobran vida durante días de actividad frenética y noches de teatro y danza. Estos singulares festivales, que incluyen hasta peleas de gallos, se celebran como mínimo una vez cada año balinés (cada 210 días). En ellos, y es ahí donde radica el verdadero espíritu libre de este pueblo, tienen cabida hombres, mujeres y niños; gentes de distinta clase y condición; devotos y agnósticos. Blancos, negros… y grises, el color con el que en Bali se designa a los homosexuales (el género que no es blanco ni negro). No en vano, según relatan ellos mismos, el dios verdadero no tiene sexo, por lo que puede ser cualquier cosa, ente, animal o vegetal.

Para llegar a esta conclusión, que cuenta con casi 3.000 años de antigüedad, estos sujetos, que parecen vivir anclados en el pasado, no han necesitado ni leyes de igualdad ni días del orgullo gay. Les bastó con poner un poco de sentido común a sus creencias y llevarlas a la práctica en una sociedad que lleva a gala una tolerancia que muchos quisieran en el mal llamado ‘primer mundo’.