Por definición, el asilo
humanitario es la práctica de ciertas naciones de aceptar en su suelo a
inmigrantes que se han visto obligados a abandonar su país de origen debido al
peligro que corrían por causas raciales, religiosas, guerras civiles,
catástrofes naturales, etc. Es precisamente en esa definición donde radica la
clave de un problema que, después de años de omisión por los gobiernos y los
medios de comunicación, se ha situado en el epicentro del debate. Esa
“obligación” de abandonar el país donde uno ha nacido, es el dolor y la fuerza
que está empujando a miles de personas a derribar los muros que pretenden
construir muchos estados del Viejo Continente.
Porque, aunque a algunos
dignatarios les pese y les resulte incómodo, los refugiados se ven forzados a
huir porque no disponen de la suficiente protección por parte del gobierno de
su propio país, que los ignora. Aun así, y aunque ahora son muchos los que han
tendido la mano y se han vanagloriado de su propia aquiescencia, las
legislaciones y jurisprudencias nacionales difieren ampliamente en el alcance
del derecho de asilo. No en vano, en un país como España se deniegan casi el
doble de peticiones de las que se conceden y menos del 1% de las demandas de
asilo que se presentan en Europa se formalizan en nuestro país. Una situación
que los expertos en la materia consideran poco menos que “vergonzante”, máxime
si tenemos en cuenta que durante años fuimos uno de los países del que más
emigrantes partieron, muchos de ellos exiliados y represaliados por el régimen
que gobernó aquí durante cuatro décadas.
Menos mal que, también a pesar de lo
que desearían muchos políticos de medio pelo, los acuerdos internacionales de
los que forma parte cada estado siempre prevalecen sobre el derecho
interno, y esto, en todos los casos. Ello no impide, no obstante, que ciertos
países supuestamente “desarrollados” establezcan cuotas de refugio y asilo,
generalmente solo en los casos demostrados de afectados por un conflicto armado.
Sea como fuere, esas “pequeñas goteras” del sistema, como dijo nuestro
inefable ministro Fernández Díaz para explicar el problema, amenazan con
inundar Europa, que todavía hoy no ha ofrecido una respuesta acorde con la
historia que honra al continente. Porque el agua, como el resto de fenómenos de
la naturaleza, son incontrolables y escapan a la lógica que presuponen unos
cuantos sujetos allá por Bruselas o Estrasburgo. Y ese torrente desbordado,
víctima de la sinrazón, no encontrará dique ni presa que lo frene, ya que su
caudal se ha ido formando lentamente, gota a gota, llenándose hasta rebosar y
convertirse en un terrible tsunami humano.
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