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viernes, 14 de agosto de 2015

Libros y páginas



Qué tiempos aquellos en los que te sumergías en un buen libro y no te importaba que tuviera mil páginas. Nunca he sido un lector empedernido, de esos que devoraban capítulos hasta la madrugada; tampoco tenía en las estanterías de mi cuarto ejemplares de Dostoyevski, Stendhal o Balzac, autores no solo de reconocido prestigio, también célebres por el elevado número de volúmenes y páginas que dejaron para los anales de la historia. Es verdad que yo, todo hay que decirlo, aprendí a leer con los periódicos deportivos y los cromos de fútbol, e incluso desarrollé una curiosa habilidad para reconocer al futbolista en cuestión tapándole medio cuerpo, algo que sin duda me habría permitido participar en algún concurso de esos que ahora inundan la parrilla televisiva. Pero no fue así, porque ni la televisión, como tampoco la lectura, la escritura y otras muchas facetas artísticas, tenían nada que ver con lo que ahora enseñan  Internet y las redes sociales. 
En algunas de ellas, como Twitter, todo se resume en un máximo de 140 caracteres, una peculiaridad que está transformando, por ejemplo, el mundo del periodismo, ya que son muchos los que tweet a tweet tratan de explicar algo que antes ocupaba una página completa en el periódico. Les suelto todo este rollo porque esta semana he vivido un capítulo un tanto surrealista a cuentas de una noticia mía publicada en el diario que me da de comer. Tampoco merece la pena entrar en muchos detalles, pero básicamente me ha demostrado que hoy en día cuesta encontrar lectores que pasen de esos 140 caracteres. De hecho, cada vez son menos los que además del titular y el primer párrafo llegan hasta el final de la noticia. Reconozco, porque es de ley y justo hacerlo, que el 80% de las informaciones que diariamente rellenan las páginas de los periódicos, los de aquí y los de la mayoría de sitios donde la gente lee, no merecen pasar del subtítulo. Pero tampoco es cuestión de echarle la culpa a los sufridos profesionales (cada vez vamos quedando menos), que ahora lo mismo tienen que hacer una página de sucesos, que una foto o incluso arreglar el aire acondicionado, y todo por el mismo o menos sueldo.
El contenido, como el continente, cada vez importa menos, empezando por las empresas, empeñadas en seguir ganando el mismo o más dinero con la mitad de gente. Siguiendo por los periodistas, que no tienen ganas ni tiempo para preguntar, investigar, contrastar y escribir, y cuando lo hacen tampoco les dejan el espacio que piden, o directamente les vetan aquello que tanto les costó conseguir. Y por último, y no menos importante, los lectores, esos que antes compraban dos y hasta tres periódicos los domingos y festivos por algo más que los regalos y las revistas gratis; esos que reconocían un buen reportaje solo con leer la entradilla; aquellos que sabían que Mark Twain, Hemingway, Vargas Llosa, Orwell, García Márquez o Galeano fueron periodistas antes que escritores; esa masa crítica que no se dejaba engañar por una portada encorsetada ni una columna pagada; esos ciudadanos que entendían que el mundo es demasiado complejo como para querer explicarlo en unas pocas palabras.

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