Qué tiempos
aquellos en los que te sumergías en un buen libro y no te importaba que tuviera
mil páginas. Nunca he sido un lector empedernido, de esos que devoraban
capítulos hasta la madrugada; tampoco tenía en las estanterías de mi cuarto
ejemplares de Dostoyevski, Stendhal o Balzac, autores no solo de reconocido
prestigio, también célebres por el elevado número de volúmenes y páginas que dejaron
para los anales de la historia. Es verdad que yo, todo hay que decirlo, aprendí
a leer con los periódicos deportivos y los cromos de fútbol, e incluso
desarrollé una curiosa habilidad para reconocer al futbolista en cuestión
tapándole medio cuerpo, algo que sin duda me habría permitido participar en
algún concurso de esos que ahora inundan la parrilla televisiva. Pero no fue
así, porque ni la televisión, como tampoco la lectura, la escritura y otras
muchas facetas artísticas, tenían nada que ver con lo que ahora enseñan Internet y las redes sociales.
En algunas de
ellas, como Twitter, todo se resume en un máximo de 140 caracteres, una
peculiaridad que está transformando, por ejemplo, el mundo del periodismo, ya
que son muchos los que tweet a tweet tratan de explicar algo que antes
ocupaba una página completa en el periódico. Les suelto todo este rollo porque
esta semana he vivido un capítulo un tanto surrealista a cuentas de una noticia
mía publicada en el diario que me da de comer. Tampoco merece la pena entrar en
muchos detalles, pero básicamente me ha demostrado que hoy en día cuesta
encontrar lectores que pasen de esos 140 caracteres. De hecho, cada vez son
menos los que además del titular y el primer párrafo llegan hasta el final de
la noticia. Reconozco, porque es de ley y justo hacerlo, que el 80% de las
informaciones que diariamente rellenan las páginas de los periódicos, los de
aquí y los de la mayoría de sitios donde la gente lee, no merecen pasar del
subtítulo. Pero tampoco es cuestión de echarle la culpa a los sufridos
profesionales (cada vez vamos quedando menos), que ahora lo mismo tienen que
hacer una página de sucesos, que una foto o incluso arreglar el aire
acondicionado, y todo por el mismo o menos sueldo.
El contenido, como el
continente, cada vez importa menos, empezando por las empresas, empeñadas en
seguir ganando el mismo o más dinero con la mitad de gente. Siguiendo por los
periodistas, que no tienen ganas ni tiempo para preguntar, investigar,
contrastar y escribir, y cuando lo hacen tampoco les dejan el espacio que
piden, o directamente les vetan aquello que tanto les costó conseguir. Y por
último, y no menos importante, los lectores, esos que antes compraban dos y hasta
tres periódicos los domingos y festivos por algo más que los regalos y las
revistas gratis; esos que reconocían un buen reportaje solo con leer la
entradilla; aquellos que sabían que Mark Twain, Hemingway, Vargas Llosa,
Orwell, García Márquez o Galeano fueron periodistas antes que escritores; esa
masa crítica que no se dejaba engañar por una portada encorsetada ni una
columna pagada; esos ciudadanos que entendían que el mundo es demasiado
complejo como para querer explicarlo en unas pocas palabras.
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