Quién no ha
escuchado cada verano eso de: “Hacía años que no hacía tanto calor”; o aquello
de: “Creo que las temperaturas de este mes de julio son las más altas de los
últimos 75 años; o mi preferida: “Yo nunca había pasado tanto calor en mi
vida”. Los tópicos del tiempo y la temperatura son, como los amistosos de la
pretemporada futbolera o las siestas durante las etapas ciclistas del Tour de
Francia, un clásico veraniego, igual que lo son en otoño las quejas por la
lluvia o por el frío en invierno. Porque la ciudadanía, que hoy en día está
sobreinformada y demasiado condicionada por lo que se dice y se cuenta, pierde
la memoria con excesiva facilidad, olvidando algo tan real como la vida misma:
que en verano suele hacer calor y en invierno, frío. Que en otoño, como en
marzo o en abril, es más que probable que a uno le caiga un chaparrón en
cualquier momento; de la misma forma que en el norte de España, como en el
centro de Europa y en buena parte del planeta, hay una alta probabilidad de que
nieve en los meses de diciembre y enero.
Es verdad,
porque tampoco se puede negar la mayor, que son pocos los capaces de soportar
45 grados a la sombra en Córdoba o Sevilla durante tres semanas seguidas; de la
misma forma que no es habitual que en Palma de Mallorca o Murcia pueda llover
ininterrumpidamente durante un mes. Pero de ahí a proclamar que el mundo se va
a acabar por la acción del controvertido cambio climático, va un abismo. De
hecho, no hay más que escuchar a los abuelos para darse cuenta de que el calor,
el frío, la lluvia, el viento o la nieve estaban ahí mucho antes de que
llegáramos nosotros. El problema, en mi modesta opinión, radica en que nos
creemos el centro del universo, cuando realmente apenas somos un grano de arena
en el desierto. El agua, el fuego, la tierra y el aire nos tienen a su merced,
por mucho que nos empeñemos en predecirlos y controlarlos.
La
naturaleza, tan sabia como desconocida, nos ha permitido establecernos con una
serie de condiciones, unas premisas que hemos olvidado con la facilidad de
quien despierta de un mal sueño. Solo nos acordamos de ella cuando vamos a la
playa en verano o a la montaña en invierno; cuando sentimos temblar la tierra y
nos acogotamos al ver las grietas en el suelo; cuando temporales y relámpagos
nos enseñan que lo único que podemos hacer es intentar ponernos a salvo y rezar
para que no nos toque; cuando nos tapamos los oídos cada vez que se escucha el
rumor lejano de un árbol talado o un bosque quemado. Porque el futuro, cierto
es, no está escrito, pero por mucho que intentemos modificar el curso de los
acontecimientos, no seremos nosotros quienes decidamos qué ocurrirá mañana.
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