Durante algunos años, ocho en concreto, un servidor
se dedicaba a escribir sobre eso que muchos denominan deportes minoritarios; es
decir, aquellos donde apenas se gana para andar tirando y solo ocupan un
pequeño hueco en los diarios, al menos hasta que alguien hace una machada y
logra algún campeonato del que los españolitos de a pie puedan sentirse
orgullosos. Uno de esos deportes que yo trataba y de los que disfrutaba,
paradójicamente, era el fútbol femenino, condenado al ostracismo en un país
donde hasta hace poco solo parecían vivir machos. Mi afición al balompié y varios
encargos de mi jefe de entonces me permitieron conocer a algunas de esas
heroínas anónimas que trataban de hacerse un hueco en una disciplina
tradicionalmente de hombres, donde los propios varones vilipendiaban a aquellas
“machonas” que según ellos apenas sabían tocar la pelota con criterio.
Recuerdo, con mucho cariño, una entrevista que le hice a Vanesa Gimbert, una
guipuzcoana criada en Córdoba que durante un tiempo fue la jugadora más joven
en debutar con la selección española absoluta, con solo 17 años. Cada día, su
padre la llevaba a unos 40 kilómetros de la ciudad para entrenar con el equipo
del Montilla, porque en la capital cordobesa no había equipo de chicas. Con 14 años despuntó con la
selección andaluza de fútbol, de donde dio el salto a la Roja. Antes de cumplir la mayoría de edad fichó por el Levante,
donde ganó 2 Superligas, 2 Supercopas de España (antes se jugaba este torneo
entre el campeón y el subcampeón de la Liga) y 3 copas de la Reina. Llegó
incluso a jugar la Champions, contra equipos con mucha más tradición y recursos
económicos como el Arsenal inglés o el Frankfurt alemán. Me confesó que empezó
a cobrar algo de dinero cuando llegó a Valencia, porque antes apenas le
sufragaban los desplazamientos y alguna que otra comida de bar de carretera.
Algo parecido le ocurrió a María del Mar Prieto, una de las primeras jugadoras
españolas en salir fuera del país para ganarse la vida con el balón.
Marimar,
como se la conocía en el mundillo, se marchó a Japón, donde llegó a recibir
4.000 dólares al mes en el Takaarazuka, un conjunto de medio pelo de la
Superliga nipona. En Asia, como en Brasil, Estados Unidos y buena parte del
continente europeo, la tradición del fútbol femenino nos lleva medio siglo de
ventaja, hasta el punto de que España, actualmente, todavía es de las pocas
ligas que continúan siendo completamente amateur. Pese a las trabas y el nulo
interés mediático, la selección –formada en su mayoría por jugadoras no
profesionales- ha logrado por primera vez en su historia jugar un Mundial, una
heroicidad que ha coincidido en el calendario con el ascenso a Primera del Granadilla
McDonald’s de Tenerife. Ambos conjuntos, el combinado nacional y el granadillero,
son agasajados ahora por sujetos de todo pelaje que se vanaglorian en posar con
unas chicas que no les deben absolutamente nada. De hecho, antes de las
recepciones oficiales y los ágapes, a más de uno de estos ínclitos le tienen
que explicar de qué va la historia, porque para ellos el fútbol fue y seguirá
siendo el deporte rey… de los hombres. Bendito país.
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