Cuenta una vieja leyenda africana que los elefantes, cuando sienten cerca la muerte, abandonan la manada y se dirigen a un lugar que sólo ellos conocen. Al final de ese postrero viaje, los paquidermos se recuestan en un paraje inhóspito, junto a las osamentas de sus ancestros, para conciliar el sueño eterno. Guiados por un poderoso instinto, se retiran, sin más, para no ser un lastre que amenace la supervivencia del grupo. Sencillamente, se tumban al sol a esperar que llegue su momento.
Extrapolando esta fábula al ecosistema de la política, con especímenes de colmillos acaso más retorcidos que los que hallamos en la sabana africana, un sacrificio tan noble sería impensable. En una administración sobredimensionada, donde cualquier gobiernillo se rodea de una extensa corte de asesores y directivos tan superflua como sus altos cargos, siempre hay un aparcadero para políticos amortizados. Nunca falta un puestecillo que procure una cómoda prejubilación al excedente de cupo de los partidos.
Aunque la gente esté sufriendo el estigma del paro y el futuro le depare una cotización vitalicia -para el que llegue a los 67 años-, en esa elefantiásica telaraña de sociedades y fundaciones que emana de un ayuntamiento, un cabildo o una diputación, existe un cementerio donde los dirigentes en el ocaso de su carrera viven a cuerpo de rey hasta cobrar la pensión máxima. Lo de menos, como siempre, es su preparación, mérito o capacidad. Poco importa la utilidad de su cargo generosamente remunerado.
A esta especie invasiva de gorrones le basta con el favor de su partido para parasitar en las marismas burocráticas. La fauna es riquísima. Así es que, junto al lobo mesetario y la sabandija isleña, anidan otras especies. Es esa anómala moral, ese dispendio infame, lo que provoca el desarraigo del pueblo con esa casta de privilegiados atornillada al aparato del poder. ¿Qué se esconde detrás de todo ese tinglado? ¿quiénes son los beneficiarios de las coberturas sociales con las que se les llena la boca a los gobernantes? ¿progreso, dicen? ¿para quiénes? Para que la España oficial siga gastando el presupuesto que no le sobra a la España real. Para que unos vagos y displicentes sujetos continúen usurpándole recursos, exprimiéndole con impuestos y malversando caudales públicos. ¿Progreso, dicen? ¿Para qué? Para que los elefantes moribundos sigan afilando sus sucios colmillos en un cementerio de lujo, mientras el resto de los mortales tal vez nunca lleguemos a cobrar la pensión.
Extrapolando esta fábula al ecosistema de la política, con especímenes de colmillos acaso más retorcidos que los que hallamos en la sabana africana, un sacrificio tan noble sería impensable. En una administración sobredimensionada, donde cualquier gobiernillo se rodea de una extensa corte de asesores y directivos tan superflua como sus altos cargos, siempre hay un aparcadero para políticos amortizados. Nunca falta un puestecillo que procure una cómoda prejubilación al excedente de cupo de los partidos.
Aunque la gente esté sufriendo el estigma del paro y el futuro le depare una cotización vitalicia -para el que llegue a los 67 años-, en esa elefantiásica telaraña de sociedades y fundaciones que emana de un ayuntamiento, un cabildo o una diputación, existe un cementerio donde los dirigentes en el ocaso de su carrera viven a cuerpo de rey hasta cobrar la pensión máxima. Lo de menos, como siempre, es su preparación, mérito o capacidad. Poco importa la utilidad de su cargo generosamente remunerado.
A esta especie invasiva de gorrones le basta con el favor de su partido para parasitar en las marismas burocráticas. La fauna es riquísima. Así es que, junto al lobo mesetario y la sabandija isleña, anidan otras especies. Es esa anómala moral, ese dispendio infame, lo que provoca el desarraigo del pueblo con esa casta de privilegiados atornillada al aparato del poder. ¿Qué se esconde detrás de todo ese tinglado? ¿quiénes son los beneficiarios de las coberturas sociales con las que se les llena la boca a los gobernantes? ¿progreso, dicen? ¿para quiénes? Para que la España oficial siga gastando el presupuesto que no le sobra a la España real. Para que unos vagos y displicentes sujetos continúen usurpándole recursos, exprimiéndole con impuestos y malversando caudales públicos. ¿Progreso, dicen? ¿Para qué? Para que los elefantes moribundos sigan afilando sus sucios colmillos en un cementerio de lujo, mientras el resto de los mortales tal vez nunca lleguemos a cobrar la pensión.
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