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jueves, 27 de febrero de 2014

El sumidero de la vergüenza



Un drama que no cesa. África se desangra por las heridas que le ocasionan la miseria y los conflictos bélicos, que azotan países como Malí, República Centroafricana, Chad, Somalia, Congo o Sudán, guerras olvidadas por una Europa que todavía sigue viendo a los inmigrantes que llegan de esa parte del planeta como una amenaza a la que hay que combatir. Esa visión y no otra es la que explica los trágicos acontecimientos vividos en las últimas semanas en las fronteras de Ceuta y Melilla, donde cientos de sin papeles desafían el control policial en pos de un futuro mejor que ofrecer a sus familias. Quince de ellos, que intentaban llegar a nado hasta la playa ceutí de El Tarajal, fallecieron sin que las autoridades españolas ni marroquíes hayan podido explicar todavía por qué no se activaron los protocolos de salvamento y socorrismo; o por qué se escucharon disparos de la Guardia Civil en dirección al agua.

Todo eso, por más que el Ministerio del Interior haya iniciado una investigación, quedará en nada a medida que transcurran las semanas y los medios de comunicación pasen página, como ya ocurriera con Lampedusa, Tarifa o Los Cocoteros, aquella playa lanzaroteña junto a la que naufragó una patera en la que viajaban 25 personas, 17 de ellas menores. Como estos, miles de irregulares perecen casi diariamente en la inmensidad del Atlántico o el Mediterráneo, los sumideros de la vergüenza del Viejo Continente, por donde se van miles de sueños incumplidos, vidas anónimas cuyo único pecado fue el de haber nacido en el lugar equivocado. 

De todas esas muertes, amén de los responsables políticos y policiales de ambos lados de la frontera, somos culpables aquellos que asistimos con indiferencia a la retransmisión de unos hechos que de tan cotidianos nos han empujado a la indiferencia. Quizá si fuéramos nosotros los que nos viéramos obligados a dejarlo todo por escapar de la miseria, comprenderíamos que no hay ninguna crisis que supere al hambre; que no hay ningún desahucio ni bancarrota que iguale al destierro; que no hay peores heridas que las que dejan en la memoria y el cuerpo la impotencia de saber que la esperanza propia y ajena se hunde en el mismo océano donde otros bañan su opulencia.

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