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sábado, 11 de junio de 2011

Ladrillos y miseria

Dicen que el progreso de un país se mide por el número de ladrillos que se ponen cada día. Basándonos en esta dudosa afirmación, a buen seguro realizada por un arquitecto o un aparejador, Camboya debería encontrarse en estos momentos en uno de sus periodos económicos más boyantes.

Así, alentados por la pujanza del mercado local y por las necesidades que generan los miles de expatriados que trabajan (o hacen como que trabajan) en el país, muchos promotores y empresarios de pacotilla han decidido hacer su agosto en el sector inmobiliario. De este modo, en zonas como Phnom Penh o Siem Reap proliferan de manera vergonzante cientos de edificios de apartamentos, urbanizaciones de lujo y mansiones sólo al alcance de unos pocos elegidos.

Esa máscara de opulencia, de la que se vanagloria hasta el propio gobierno camboyano, esconde una sangrante realidad que nadie quiere ni se atreve a denunciar. La padecen a diario cientos de jóvenes trabajadores de la construcción que viven en condiciones infrahumanas hasta que el inquilino occidental llega con sus bártulos el día de la mudanza.

En general, se trata de campesinos que, ahogados por el monzón o por los especuladores del suelo, tienen que trasladarse hasta la capital para asegurar el sustento de sus familias. Sin contrato ni seguro, duermen en casetas junto al propio edificio en el que se dejan el alma. Algunos ni siquiera llegarán a verlo acabado, porque sufren accidentes que alguien tapa para no dañar la imagen del sector. Porque aquí no hay prevención de riesgos laborales, ni indemnizaciones, ni mucho menos sindicatos; sólo ratas, escombros y miedo, mucho miedo.

No hay horarios ni turnos partidos, ni subcontratas, ni personal cualificado; sólo trabajo de sol a sol, sábados, domingos y fiestas de guardar. Todo sea por mantener contento al empresario de turno, al que el país vanagloria porque contribuye a crear empleo. Éste, sin embargo, no está controlado por ninguna Seguridad Social, y el ministerio correspondiente no tiene tiempo ni recursos para exigir que se cumplan unas condiciones mínimas.

Por eso, muchos de los jóvenes que deberían construir el futuro del país son obligados a seguir levantando edificios de oficinas, viviendas de tres y cuatro dormitorios y chalets al estilo ‘La Moraleja’. En ellas todo debe estar listo para que los compradores se sientan como en casa desde el primer día; no debe faltar ni un detalle. El barrio debe progresar y esconder sus vergüenzas. Entonces, la miseria recoge su equipaje y se muda a una nueva obra que acaba de empezar. La burbuja debe seguir hinchándose y hay que velar porque nada ni nadie la desinfle.



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