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viernes, 24 de junio de 2011

Los Lakers de Phnom Penh

Ninguno de ellos llegará a ser Pau Gasol o Ricky Rubio, ni tampoco llevan anillos en sus manos. No ganan millones de dólares ni acaparan portadas de periódicos. De hecho, hace apenas tres meses la mayoría ni sabía lo que era una canasta, y aún hoy casi todos tienen problemas para botar el balón.

Pero ayer todo eso era lo de menos. Como si de profesionales se tratase, se levantaron a las 5 de la mañana, tomaron un poco de arroz hervido y algo de fruta y caminaron durante una hora para llegar al orfanato. Allí les esperaba un destartalado autobús que debía trasladarlos hasta el estadio olímpico de Phnom Penh, una instalación que todavía conserva algunas heridas de la tragedia acaecida durante la dictadura de Pol Pot.

En el pabellón principal del estadio, entre mosquitos y una sofocante humedad, mis Lakers jugaban el primer partido de su vida, un encuentro sin apenas público con un horario nada televisivo, las 7.30 de la mañana. A alguno los nervios le jugaron una mala pasada, y hubo varios que tendrán que esperar a una mejor ocasión para debutar en la cancha, porque sus familias no pueden permitirse el lujo de prescindir de manos que ayudan a mantener la casa.

Lo de menos fue el resultado, muy decoroso si tenemos en cuenta que el equipo rival nos aventajaba en meses de entrenamiento y conocimientos tácticos del juego. Incluso sus equipaciones eran más propias de otras ligas mayores, porque los míos emplearon la misma camiseta y pantalón con el que acuden a jugar al colegio dos veces por semana. Gentileza de la ONG francesa que custodia de estos jóvenes desarraigados, a los que el baloncesto saca por unas horas de esa batalla diaria por sobrevivir que dura bastante más de 40 minutos.

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