La prepotencia norteamericana, de la que llevan décadas haciendo gala, provocó una de las mayores sinrazones del siglo pasado: la guerra de Vietnam. Como no es el momento ni el lugar para analizar los porqués de aquella barbarie, me limitaré a descubrir uno de los motivos por los que el ejército estadounidense tardó más de lo previsto en resolver una contienda que, según Nixon, debía quedar zanjada “en pocos días”.
Con afirmaciones así, el protagonista del ‘Watergate’ no sólo se granjeó la repulsa de unos cuantos hippies, sino que logró despertar lo que muchos catalogaron como la primera revolución pacifista de la historia. Porque Vietnam fue, y sigue siendo, un grano en el culo para Estados Unidos. Y es que, en zonas como Cu Chi, bastaron unos pocos miles de agricultores para poner en evidencia a unas tropas profesionales armadas hasta los dientes.
Como Saigón o Hanoi, Cu Chi se convirtió durante la guerra en el infierno del que tanto hablaba Rambo, el único capaz –en el cine, claro- de hacer frente a guerrilleros que, como si de fantasmas se tratase, aparecían y desaparecían dando la impresión de constituir una enorme y ficticia tropa. Sencillamente, los valerosos vietnamitas –apenas unos cientos- se limitaron a poner en práctica su conocimiento del terreno, construyendo rutas subterráneas que sirvieron de refugio a más de 10.000 habitantes y combatientes durante más de un decenio.
En Cu Chi, epicentro de los combates más cruentos, llegaron a existir en 1975 tres niveles de pasadizos subterráneos excavados en zigzag, situados a 6, 8 y 10 metros de profundidad, y con una longitud total de 220 kilómetros. Dentro de estos infinitos laberintos se organizó toda una ciudad en miniatura, donde coexistían desde fábricas de ropa y armas, hasta dormitorios, cocinas, cuartos de almacenaje, mercados, hospitales, comedores, salones, pozos y sistemas de ventilación.
Con simples palas de mano, los vietnamitas cavaban cerca de dos metros al día, y se deshacían de la tierra llevándosela en cestas que arrojaban en lugares muy distantes entre sí. Las entradas a estos túneles, rectángulos de apenas 40 por 30 centímetros de ancho, se camuflaban con vegetación, lo que hacía que pasaran tan desapercibidas que en algunos casos los norteamericanos llegaron a montar una base sobre ellos sin darse cuenta de que sus enemigos vivían debajo.
A finales de 1968, después de sufrir severas derrotas y un buen puñado de bajas, los marines descubrieron una entrada en Cu Chi, lo que sin embargo no evitó que tardaran tres años en derribar aquella fortaleza subterránea. Cansados de combatir contra sombras, y hartos del calor y los mosquitos, el ejército americano intentó destruir los túneles con explosivos y quemando gas de acetileno. Pero la dureza de la tierra y la capacidad de los vietnamitas para reparar durante la noche lo destruido, impedía que estos ataques tuvieran éxito. También se enviaron perros para localizar a los guerrilleros, pero las trampas colocadas en los túneles los mataban o mutilaban.
Como desesperada alternativa, el ejército norteamericano preparó a conciencia a un grupo de voluntarios, con el objetivo de expulsar al Vietcong de su guarida de Cu Chi. Al mando del lunático capitán Herbert Thorton, una treintena de ratas de túnel debían arrastrarse durante horas a través de las cavidades, en la más completa oscuridad, asumiendo que su vida podía acabar en cualquier momento. Sólo llevaban una linterna, una pistola y un cuchillo.
Pese a que lograron acceder al segundo nivel y provocar importantes destrozos en varios de los agujeros, más de la mitad de las ratas terminaron saliendo a la superficie llorando y pidiendo que se les relevase de la misión. Ante la contestación y división de la sociedad estadounidense, y sin lograr derrotar en Cu Chi a los agricultores vietnamitas, las tropas estadounidenses cesaron su intervención directa en la zona en 1973. El conflicto, no obstante, prosiguió hasta que en 1975, tras la toma de Saigón, se forzó la rendición incondicional de las tropas sudvietnamitas y la unificación del país, bajo el control del gobierno comunista de Vietnam del Norte, con el nombre de la República Socialista de Vietnam, el 2 de julio de 1976.
Para Estados Unidos, el conflicto resultó ser la confrontación más larga en la que se han visto envueltos jamás. De aquellos días quedará para siempre un sentimiento de derrota que los psicólogos denominan Síndrome de Vietnam, que tiene mucho que ver con aquellos fantasmas de Cu Chi a los que la tierra se tragaba con la misma facilidad con la que los situaba ante la mirada desquiciada de un marine norteamericano.
Con afirmaciones así, el protagonista del ‘Watergate’ no sólo se granjeó la repulsa de unos cuantos hippies, sino que logró despertar lo que muchos catalogaron como la primera revolución pacifista de la historia. Porque Vietnam fue, y sigue siendo, un grano en el culo para Estados Unidos. Y es que, en zonas como Cu Chi, bastaron unos pocos miles de agricultores para poner en evidencia a unas tropas profesionales armadas hasta los dientes.
Como Saigón o Hanoi, Cu Chi se convirtió durante la guerra en el infierno del que tanto hablaba Rambo, el único capaz –en el cine, claro- de hacer frente a guerrilleros que, como si de fantasmas se tratase, aparecían y desaparecían dando la impresión de constituir una enorme y ficticia tropa. Sencillamente, los valerosos vietnamitas –apenas unos cientos- se limitaron a poner en práctica su conocimiento del terreno, construyendo rutas subterráneas que sirvieron de refugio a más de 10.000 habitantes y combatientes durante más de un decenio.
En Cu Chi, epicentro de los combates más cruentos, llegaron a existir en 1975 tres niveles de pasadizos subterráneos excavados en zigzag, situados a 6, 8 y 10 metros de profundidad, y con una longitud total de 220 kilómetros. Dentro de estos infinitos laberintos se organizó toda una ciudad en miniatura, donde coexistían desde fábricas de ropa y armas, hasta dormitorios, cocinas, cuartos de almacenaje, mercados, hospitales, comedores, salones, pozos y sistemas de ventilación.
Con simples palas de mano, los vietnamitas cavaban cerca de dos metros al día, y se deshacían de la tierra llevándosela en cestas que arrojaban en lugares muy distantes entre sí. Las entradas a estos túneles, rectángulos de apenas 40 por 30 centímetros de ancho, se camuflaban con vegetación, lo que hacía que pasaran tan desapercibidas que en algunos casos los norteamericanos llegaron a montar una base sobre ellos sin darse cuenta de que sus enemigos vivían debajo.
A finales de 1968, después de sufrir severas derrotas y un buen puñado de bajas, los marines descubrieron una entrada en Cu Chi, lo que sin embargo no evitó que tardaran tres años en derribar aquella fortaleza subterránea. Cansados de combatir contra sombras, y hartos del calor y los mosquitos, el ejército americano intentó destruir los túneles con explosivos y quemando gas de acetileno. Pero la dureza de la tierra y la capacidad de los vietnamitas para reparar durante la noche lo destruido, impedía que estos ataques tuvieran éxito. También se enviaron perros para localizar a los guerrilleros, pero las trampas colocadas en los túneles los mataban o mutilaban.
Como desesperada alternativa, el ejército norteamericano preparó a conciencia a un grupo de voluntarios, con el objetivo de expulsar al Vietcong de su guarida de Cu Chi. Al mando del lunático capitán Herbert Thorton, una treintena de ratas de túnel debían arrastrarse durante horas a través de las cavidades, en la más completa oscuridad, asumiendo que su vida podía acabar en cualquier momento. Sólo llevaban una linterna, una pistola y un cuchillo.
Pese a que lograron acceder al segundo nivel y provocar importantes destrozos en varios de los agujeros, más de la mitad de las ratas terminaron saliendo a la superficie llorando y pidiendo que se les relevase de la misión. Ante la contestación y división de la sociedad estadounidense, y sin lograr derrotar en Cu Chi a los agricultores vietnamitas, las tropas estadounidenses cesaron su intervención directa en la zona en 1973. El conflicto, no obstante, prosiguió hasta que en 1975, tras la toma de Saigón, se forzó la rendición incondicional de las tropas sudvietnamitas y la unificación del país, bajo el control del gobierno comunista de Vietnam del Norte, con el nombre de la República Socialista de Vietnam, el 2 de julio de 1976.
Para Estados Unidos, el conflicto resultó ser la confrontación más larga en la que se han visto envueltos jamás. De aquellos días quedará para siempre un sentimiento de derrota que los psicólogos denominan Síndrome de Vietnam, que tiene mucho que ver con aquellos fantasmas de Cu Chi a los que la tierra se tragaba con la misma facilidad con la que los situaba ante la mirada desquiciada de un marine norteamericano.
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