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martes, 21 de junio de 2011

Un hogar llamado Mekong


Con una longitud de casi 5.000 kilómetros y una cuenca de 810.000 kilómetros cuadrados -mayor que estados como Turquía, Chile o Zambia-, el río Mekong es el alma y el corazón del sudeste asiático. No en vano, después de dejar atrás la meseta tibetana en la que nace, serpentea vertiginosamente por China, Birmania, Tailandia, Laos, Camboya y Vietnam. En todos y cada uno de estos países, además, deja una impronta diferente, que incluso llega a marcar el carácter de todos aquellos que se acercan hasta él.

Porque el Mekong, para buena parte de la población a este lado del planeta, es algo más que litros y litros de agua color chocolate. Y es que en torno a él se instalaron hace siglos cientos de comunidades y pueblos, cuya supervivencia depende casi en exclusiva de lo que pueda llegar a ofrecer este coloso fluvial.

Para los vietnamitas, por ejemplo, el río se ha convertido en epicentro de una incesante actividad comercial, ya que diariamente sus aguas sirven de escenario a más de una decena de mercados flotantes, donde uno se siente como el capitán Nemo en Mercadona. Uno de los más bulliciosos es el de Cai Rang, ubicado a unos siete kilómetros al suroeste de la ciudad fronteriza de Can Tho. Sus puestecillos, pequeñas barcas con decenas de baches en sus cascos, tienen colgado de un mástil el producto principal a la venta, a modo de singular estandarte.

Destacan, por encima de todo, la fruta fresca, las verduras y hortalizas, el arroz cultivado en el Delta del Mekong y, por supuesto, pescados y mariscos fresquísimos que difícilmente pasarían los controles alimentarios pertinentes. Por vender, sin embargo, hay quien vende desde sillones a tabaco, y en alguno todavía se pueden encontrar se hasta serpientes, que algunos asiáticos compran no sólo para zamparse, sino también para evitar la rápida multiplicación de la población de ratas en algunas ciudades.

Pese a todo, esta kafkiana combinación de colores,
aromas y sonidos de los floating markets lo convierten a uno en espectador privilegiado y te hacen sentir protagonista de una experiencia única e imborrable. Para lograrlo, no obstante, hay que levantarse con el alba, porque es posible que más allá de las 9 de la mañana ya no haya ni barcos ni productos decentes que adquirir en estos bazares acuáticos.

En Camboya y Laos, en cambio, el Mekong no genera tantos ingresos a los cientos de miles de personas que se arriman a sus orillas. En ambos países, como en muchas otras zonas de China y Birmania, el río de los nueve dragones (como lo denominan los vietnamitas, por sus numerosos ramales) es el cobijo y refugio de familias que sacan lo que pueden de sus aguas para salvar sus míseras existencias. Para ellos, la humedad, la mugre y los insectos no son más que chinchosos vecinos a los que hay que dejar espacio, porque alguien los puso bajo el mismo techo que a estos desterrados cuyo futuro se ahoga con cada crecida.

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