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martes, 7 de junio de 2011

La rutina del monzón


En Camboya, al igual que ocurre en otros muchos países asiáticos, no hace falta gritar eso de “que llueva, que llueva, la virgen de la Cueva”, sobre todo porque aquí más de la mitad del año se la pasa uno viendo llover. Y no me estoy refiriendo al manido tópico español que hace referencia a aquellas personas que dejan la vida pasar. No. Cuando hablo de llover lo dijo en el sentido más literal y gráfico de la palabra. Porque aquí cuando llueve, llueve de verdad.

La culpa de esta continua presencia del líquido elemento la tiene el monzón, ese fenómeno tropical que convierte a esta zona del mundo en una gigantesca piscina. Según afirman los expertos (yo todavía no me he encontrado con ninguno), la peor época para visitar Camboya suele ser entre los meses de junio y septiembre, porque es cuando las lluvias monzónicas azotan el país con especial virulencia. En la práctica, sin embargo, puede uno empaparse en cualquier estación del año, porque es algo que no controlan ni los más viejos del lugar.

Y cuando hablo de lluvia –y perdón por ser tan pesado-, no me refiero a una tormentilla pasajera de vez en cuando o al clásico ‘chirimiri’ vasco. No. Aquí no se mide en litros por metro cuadrado, ni tampoco hay centros que controlen la pluviosidad; ni siquiera hay un Mario Picazo que nos diga por dónde anda la borrasca, pero os puedo asegurar que yo no había visto tanta agua en mi vida. Esos aguaceros, que suelen aparecer a media tarde, están precedidos primero de un calor asfixiante, y después de un viento sordo que atrae nubes de color ceniza.

Ante este panorama, no queda más remedio que acelerar con las tareas vespertinas y correr a refugiarse en casa o en el bar más cercano. Mi actitud, que reconozco es algo cobardica, poco o nada tiene que ver con la que muestran los camboyanos ante estas exasperantes lluvias torrenciales. Porque, como si de una gozosa celebración se tratara, el monzón llega cada tarde sin perturbar lo más mínimo las rutinas diarias.

Los niños salen de la escuela y vuelven a casa en bicicleta; las oficinistas menean sus tacones por calles y avenidas; los vendedores ambulantes tapan con plásticos sus viandas y continúan buscándose la vida; los pobres siguen siendo igual de pobres pero dan gracias al cielo por ese agua que rebosa alcantarillas, provoca mareantes atascos y crea lagos artificiales en los parques.

Siempre ha sido así, y si el cambio climático no se empeña en decir lo contrario, aún lo seguirá siendo durante muchos años. Por eso, el país no puede detenerse, no puede lamentarse por unos pocos litros de agua y unas cuantas cabezas mojadas. Toca arremangarse y continuar con esa compleja tarea de supervivencia para la que han venido a este singular planeta. Y lo hacen sin quejarse, sin lanzar improperios ni vociferar al cielo consignas demoníacas.

Simplemente, se ponen el chubasquero, arrancan la moto, montan a la parienta y los niños detrás y caminan empapados hasta que el calor regrese y seque sus maltrechos cuerpos. Un día más. Otra tarde de tormenta. Así se escribe para cientos de vidas anónimas la rutinaria llegada del monzón.





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