¿Qué tienen en común Buda, Jesucristo, Mahoma, Pericles, Lenin o Víctor Hugo? A priori, y con mucha suerte, el mismo trozo de estantería en alguna biblioteca. Sin embargo, en el singular panteón Cao Dai, todos ellos son ‘santos’, y como tales son venerados desde hace casi un siglo por esta religión sincrética que sólo en Vietnam reúne a tres millones de fieles.
Fundada en 1926 por Ngo Van Chieu, un funcionario de la isla vietnamita de Pho Quoc, esta singular filosofía suma elementos del taoísmo, el confucianismo, el cristianismo y el islamismo. Su culto, cuyo nombre oficial es impronunciable (Dai Dao Tam Ky Pho Do), presenta un fuerte componente espiritista e incorpora la meditación y la supresión del ego a las prácticas religiosas habituales. No en vano, el término cao dai procede de la expresión taoísta ‘torre alta’, nombre con el que se refieren al ser supremo, representado como un gran ojo que todo lo ve.
En su formación tuvieron un papel decisivo las agotadoras y surrealistas sesiones de espiritismo llevadas a cabo por el ideólogo Ngo Van Chieu, quien durante su trance afirmaba tener visiones y revelaciones de los espíritus de personajes relevantes del arte, la cultura, la política y la religión de la época. Fue precisamente durante estas experiencias –algo psicotrópicas, diría yo- cuando comenzó a formular los preceptos del movimiento, que en la actualidad se divide en dos escuelas: la esotérica y la exotérica (no busquen en el diccionario la diferencia).
En la práctica, no obstante, los caodistas creen en un solo Dios masculino, aunque buena parte de ellos veneren también a la Madre Diosa, a la que consideran el “principio de todo”, el elemento creador. De igual modo, creen en la existencia del alma y en la posibilidad de comunicarse con los muertos, así como en la meditación, la revolución y hasta el vegetarianismo. Ello explica, por ejemplo, que los santos caodistas sean beatificados por su contribución a la cultura y el conocimiento, e incluyen a personajes tan dispares como Víctor Hugo, Juana de Arco, Descartes, Lenin, Shakespeare o Pasteur.
Sus eclécticas creencias, pese a todo, no se quedan ahí, sino que van mucho más allá. Así, creen en las cinco prohibiciones (no matar, no mentir, no robar, no vivir lujosamente y no ser concupiscente). El cumplimiento de ellas es el primer mandamiento de esta religión, que tiene en Tay Ninh a su templo madre. En él, uno puede llegar a sentirse como en una dimensión superior si se deja llevar por los cánticos, la pomposidad y el exotismo de un recinto que desde hace 70 años tiene vacante el sillón papal.
Por eso, todas las ceremonias (cuatro al día) son oficiadas indistintamente por cardenales, obispos y sacerdotes, ya sean hombres o mujeres. Éstas, en el templo, siempre visten de blanco (no importa su cargo), como símbolo de pureza. Mientras, la jerarquía masculina viste túnica, que puede ser roja, azul o amarilla según la hermandad y la corriente de influencia que siga el personaje en cuestión. Así, el amarillo define a los de la rama budista, el azul a los de la confucionista y el rojo a los cristianos.
Esta explosión de color, unida a su particular concepción, fue lo que motivó que Graham Green definiera el templo de Tay Ninh como la “Disneylandia de Oriente”. Yo, observador crítico, no vi a Mickey Mouse ni Pluto, tampoco al pato Donald. Pero sí asistí a una procesión de turistas y curiosos similar a la que atraviesa cada día las puertas de aquel mundo de ilusión que, al menos en eso, sí que se parece a esta singular forma de entender la vida.
Fundada en 1926 por Ngo Van Chieu, un funcionario de la isla vietnamita de Pho Quoc, esta singular filosofía suma elementos del taoísmo, el confucianismo, el cristianismo y el islamismo. Su culto, cuyo nombre oficial es impronunciable (Dai Dao Tam Ky Pho Do), presenta un fuerte componente espiritista e incorpora la meditación y la supresión del ego a las prácticas religiosas habituales. No en vano, el término cao dai procede de la expresión taoísta ‘torre alta’, nombre con el que se refieren al ser supremo, representado como un gran ojo que todo lo ve.
En su formación tuvieron un papel decisivo las agotadoras y surrealistas sesiones de espiritismo llevadas a cabo por el ideólogo Ngo Van Chieu, quien durante su trance afirmaba tener visiones y revelaciones de los espíritus de personajes relevantes del arte, la cultura, la política y la religión de la época. Fue precisamente durante estas experiencias –algo psicotrópicas, diría yo- cuando comenzó a formular los preceptos del movimiento, que en la actualidad se divide en dos escuelas: la esotérica y la exotérica (no busquen en el diccionario la diferencia).
En la práctica, no obstante, los caodistas creen en un solo Dios masculino, aunque buena parte de ellos veneren también a la Madre Diosa, a la que consideran el “principio de todo”, el elemento creador. De igual modo, creen en la existencia del alma y en la posibilidad de comunicarse con los muertos, así como en la meditación, la revolución y hasta el vegetarianismo. Ello explica, por ejemplo, que los santos caodistas sean beatificados por su contribución a la cultura y el conocimiento, e incluyen a personajes tan dispares como Víctor Hugo, Juana de Arco, Descartes, Lenin, Shakespeare o Pasteur.
Sus eclécticas creencias, pese a todo, no se quedan ahí, sino que van mucho más allá. Así, creen en las cinco prohibiciones (no matar, no mentir, no robar, no vivir lujosamente y no ser concupiscente). El cumplimiento de ellas es el primer mandamiento de esta religión, que tiene en Tay Ninh a su templo madre. En él, uno puede llegar a sentirse como en una dimensión superior si se deja llevar por los cánticos, la pomposidad y el exotismo de un recinto que desde hace 70 años tiene vacante el sillón papal.
Por eso, todas las ceremonias (cuatro al día) son oficiadas indistintamente por cardenales, obispos y sacerdotes, ya sean hombres o mujeres. Éstas, en el templo, siempre visten de blanco (no importa su cargo), como símbolo de pureza. Mientras, la jerarquía masculina viste túnica, que puede ser roja, azul o amarilla según la hermandad y la corriente de influencia que siga el personaje en cuestión. Así, el amarillo define a los de la rama budista, el azul a los de la confucionista y el rojo a los cristianos.
Esta explosión de color, unida a su particular concepción, fue lo que motivó que Graham Green definiera el templo de Tay Ninh como la “Disneylandia de Oriente”. Yo, observador crítico, no vi a Mickey Mouse ni Pluto, tampoco al pato Donald. Pero sí asistí a una procesión de turistas y curiosos similar a la que atraviesa cada día las puertas de aquel mundo de ilusión que, al menos en eso, sí que se parece a esta singular forma de entender la vida.
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