Gracias a AIDA, la organización no gubernamental con la que estamos colaborando en Camboya, he podido experimentar una de las mayores y más singulares actividades que uno puede llevar a cabo en Asia, como es montar en una motocicleta.
Al igual que la primera vez que me acosté con una chica, la experiencia no fue todo lo buena que esperaba, aunque confieso que con el paso de las horas pude incluso llegar a disfrutar de eso que los moteros denominan “el lado salvaje de la carretera”. Y es que salvaje es probablemente el adjetivo que mejor define el modo en que los camboyanos circulan por esos mundos de Dios (bueno, de Buda, que es el profeta al que sigue esta gente). Además, si ya de por sí es terrible tratar de enfrentarse en solitario a la carretera con un vehículo de dos ruedas (y motor dudoso), aún es peor si uno va de paquete con las piernas colgando.
Pese a todo, puedo considerarme afortunado por tres motivos: porque mi piloto era bastante prudente, porque logramos sortear con éxito a todas las vacas y perros que nos cruzamos durante la travesía y, por último –aunque no menos importante-, porque el monzón esperó a que llegáramos hasta nuestro destino para desatar toda su ira contra nosotros.
En cualquier caso, también he de decir que fui uno de los dudosos integrantes de la ínfima lista de personas que usan el casco en este país. Y, por encima de todo, no me convertiré en el nuevo Jorge Lorenzo porque he decidido aplicar con severa rigidez el refrán español que dice aquello de “una y no más, Santo Tomás”.
En este sentido, podría ofrecer una amplia lista de motivos que me han llevado a tomar esta decisión, y a buen seguro que todos ellos serían inconsistentes. Pero la verdadera razón por la que no pienso repetir esto de montar en moto por Camboya, es porque “no me da la gana”. Me he dejado la espalda en el intento, he tragado polvo y mosquitos suficientes como para poner un criadero, me he roto por la entrepierna el único pantalón que me quedaba intacto y he visto a la muerte saludándome en una docena de curvas. Bueno, quizá esto sea una exageración, pero me viene muy bien para darle algo de dramatismo al asunto.
Sea como fuere, y al igual que hacen cada día cientos de cooperantes de verdad, a veces es necesario coger la moto y dejar que la carretera te lleve hasta algunos de los rincones más espectaculares de este bello país. De hecho, mientras contenía la respiración a bordo de la burra (como califican los moteros a sus máquinas), descubrí un pequeño paraíso verde llamado Mondulkiri. Allí moran los recios bunongs y sus nobles elefantes, cuyos mahouts (sus cuidadores) conocen como la palma de su mano esta zona salvaje de Camboya, donde sólo habitan dos personas por kilómetro cuadrado.
Así, desde el incómodo sillín de la moto, atravesé colinas, plantaciones de frutales y hortalizas y me sumergí en un ‘mar de jade’, un lugar de ensueño y clima benévolo donde si eres afortunado (yo preferí no serlo) hasta puedes encontrar osos, serpientes y tigres. Felinos aparte, por arribar a este pequeño oasis aún a salvo de especuladores y empresarios madereros, vale la pena apretarse los machos, contar hasta cien y dar gas hasta dejar vacío el depósito de gasolina. Allá vamos.
Al igual que la primera vez que me acosté con una chica, la experiencia no fue todo lo buena que esperaba, aunque confieso que con el paso de las horas pude incluso llegar a disfrutar de eso que los moteros denominan “el lado salvaje de la carretera”. Y es que salvaje es probablemente el adjetivo que mejor define el modo en que los camboyanos circulan por esos mundos de Dios (bueno, de Buda, que es el profeta al que sigue esta gente). Además, si ya de por sí es terrible tratar de enfrentarse en solitario a la carretera con un vehículo de dos ruedas (y motor dudoso), aún es peor si uno va de paquete con las piernas colgando.
Pese a todo, puedo considerarme afortunado por tres motivos: porque mi piloto era bastante prudente, porque logramos sortear con éxito a todas las vacas y perros que nos cruzamos durante la travesía y, por último –aunque no menos importante-, porque el monzón esperó a que llegáramos hasta nuestro destino para desatar toda su ira contra nosotros.
En cualquier caso, también he de decir que fui uno de los dudosos integrantes de la ínfima lista de personas que usan el casco en este país. Y, por encima de todo, no me convertiré en el nuevo Jorge Lorenzo porque he decidido aplicar con severa rigidez el refrán español que dice aquello de “una y no más, Santo Tomás”.
En este sentido, podría ofrecer una amplia lista de motivos que me han llevado a tomar esta decisión, y a buen seguro que todos ellos serían inconsistentes. Pero la verdadera razón por la que no pienso repetir esto de montar en moto por Camboya, es porque “no me da la gana”. Me he dejado la espalda en el intento, he tragado polvo y mosquitos suficientes como para poner un criadero, me he roto por la entrepierna el único pantalón que me quedaba intacto y he visto a la muerte saludándome en una docena de curvas. Bueno, quizá esto sea una exageración, pero me viene muy bien para darle algo de dramatismo al asunto.
Sea como fuere, y al igual que hacen cada día cientos de cooperantes de verdad, a veces es necesario coger la moto y dejar que la carretera te lleve hasta algunos de los rincones más espectaculares de este bello país. De hecho, mientras contenía la respiración a bordo de la burra (como califican los moteros a sus máquinas), descubrí un pequeño paraíso verde llamado Mondulkiri. Allí moran los recios bunongs y sus nobles elefantes, cuyos mahouts (sus cuidadores) conocen como la palma de su mano esta zona salvaje de Camboya, donde sólo habitan dos personas por kilómetro cuadrado.
Así, desde el incómodo sillín de la moto, atravesé colinas, plantaciones de frutales y hortalizas y me sumergí en un ‘mar de jade’, un lugar de ensueño y clima benévolo donde si eres afortunado (yo preferí no serlo) hasta puedes encontrar osos, serpientes y tigres. Felinos aparte, por arribar a este pequeño oasis aún a salvo de especuladores y empresarios madereros, vale la pena apretarse los machos, contar hasta cien y dar gas hasta dejar vacío el depósito de gasolina. Allá vamos.
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