Desde que la Asamblea general de las Naciones Unidas lo declaró, hace ahora una década, el 18 de diciembre celebramos el Día Internacional de las Personas Inmigrantes. No estaría de más aprovechar esta fecha para realizar una breve reflexión sobre los discursos que a propósito de ellos se están generalizando entre nosotros y que están evidenciando un sentido absolutamente utilitarista del inmigrado. Mientras nos sirve, pues necesitamos mano de obra barata, bienvenido sea. Cuando ya no nos es útil, cuando nuestra productividad no le necesita, entonces desempolvamos del viejo baúl de nuestras herencias más oscuras la consabida frase: ¡No sé para qué ha venido aquí! ¡Que se vuelva a su tierra!
La inmigración es uno de los hechos, a escala planetaria, más importantes de nuestro tiempo. Es un fuerte proceso transformador que afecta a poblaciones, familias e hijos. Existen factores denominados 'empuje', que dependen directamente de las realidades económicas de las distintas sociedades y de sus dependencias respecto a una economía global y deslocalizada, en la que esas mismas situaciones económicas no pueden sustraerse a las fuerzas que genera la mundialización.
En esta situación, la feroz crisis económica, por un lado, y la recuperación de un discurso conservador e identitario que avanza, peligrosamente imparable, por toda Europa, por otro, están consiguiendo crear una categoría social devaluada y claramente estigmatizada: 'el inmigrante'. Hechos repudiables como el ocurrido el pasado verano en Lantarón o, recientemente, la agresión sufrida por una joven en Bilbao son inquietantes indicadores de alarma.
No hace muchos días me comentaba mi estimado Sami Naïr que hay palabras que llevan en sí el infortunio, que evocan conflictos, miedos, sufrimientos. Palabras malditas, preñadas de significados: emigración, inmigrante, extranjero. Hoy, en la Europa, en la España y en la Euskadi de 2010 es necesario pasar a la acción y desactivar estos discursos claramente xenófobos en los que anida el miedo a la otredad, el recelo hacia el diferente y una no desdeñable carga de aporofobia, de rechazo a las poblaciones pobres.
Efectivamente el desconocimiento y la falta de acercamiento están en la raíz de estas percepciones que insisten en ligar inmigración con problemas, falta de trabajo o despacificación de la vida social. El director del Obitem de la Universidad de La Laguna, Vicente Zapata, es claro cuando nos dice que la normalidad es la tónica habitual que define el asentamiento reciente entre nosotros de hombres y mujeres de origen extranjero. La problematización es tan sólo la excepción dentro de éste fenómeno y por lo tanto hemos de afirmar que muchas de las incertidumbres que pueden provocar las presencias de personas migrantes en nuestros espacios públicos se desvanecerían si hiciéramos un esfuerzo de acercamiento a sus protagonistas y conociéramos su realidad. Y es aquí cuando (estando de acuerdo con Angela Merkel en que la multiculturalidad ha fracasado) debemos reivindicar para nuestra sociedad la interacción entre culturas, entendida ésta como un sistema dinámico de acción y comunicación bidireccional, en continua transformación, y que permite el intercambio entre ellos y nosotros para llegar a un lugar común ciudadano. Estoy hablando, claramente, del 'paradigma intercultural'. Reniego por lo tanto de los falsos tics integradores, que no hacen sino encubrir (en numerosas ocasiones trufados de alegatos patrióticos) lo que no es sino aculturación o asimilación. Solo desde un locus común, solo desde el enriquecimiento intercultural, asentado en una perspectiva ciudadana crítica que no acepta conculcaciones de derechos humanos podremos conseguir una sociedad futura sin duda más diversa y apasionante. Éste es nuestro reto, un proyecto no exento de dificultades pero también una apasionante travesía hacia la sociedad vasca, sin duda más mestiza, del siglo XXI.
Las migraciones, aunque fluctúen a tenor de los movimientos de la economía occidental, van a continuar fundamentalmente porque los factores estructurales que las hacen posibles se mantienen invariables. En el verano de 2008 preguntaba a Joao, un inmigrante caboverdiano que había estado a punto de morir en un cayuco cerca de las playas de Adeje, en Tenerife, por qué se jugaba la vida en ese proyecto. Él me contestó de esta manera: «(...) Vivir al sur del primer mundo es ya estar muerto un poco. Por eso morir del todo no nos da tanto miedo como a vosotros. No tenemos nada que perder, nada»
Jesús Prieto es autor de Los turoperadores de la miseria. 2010. Málaga. Editorial Prácticas en Educación/CC OO
No hay comentarios:
Publicar un comentario