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martes, 31 de mayo de 2011

Provincias

Más allá de la burbuja tras la que se esconde la capital camboyana, Phnom Penh, existe un país de enormes contradicciones: luces y sombras, ricos (muy ricos) y pobres (terriblemente pobres), amor y odio, vida y muerte. Todo ello es visible a medida que uno va atravesando los cientos de pueblos que componen una geografía donde se mezclan, inevitablemente, los vestigios de un glorioso pasado y un trágico presente.

Y es que, a diferencia de lo que sucede en países vecinos como Vietnam o Tailandia, más del 80% de la población camboyana vive en las zonas rurales, en algunas de las cuales sólo habitan dos personas por kilómetro cuadrado. Se trata, además, de áreas donde existe una alta tasa de analfabetismo, deficientes infraestructuras, graves problemas sanitarios y de salubridad. Así, no es difícil ver viviendas infectadas de moscas y mosquitos, comida putrefacta junto a juguetes de niños, agua de color grisáceo y sabor terrible y miseria, mucha miseria. Paradójicamente, y lejos de suponer un hándicap, es todos estos rincones donde reside el verdadero espíritu camboyano, esa sonrisa inocente que decidió quedarse para siempre tras años de amargo sufrimiento.

Esa sempiterna felicidad no puede esconder, sin embargo, una realidad cruda, un día a día donde cientos de niños deambulan por las calles explotados por mafias locales que les obligan a vender frutas y dulces a los turistas. Un animoso estado de ánimo que no impide que los enfermos se hacinen en las puertas de unos consultorios donde no hay oxígeno para todos, donde las ratas caminan a sus anchas y la privacidad es algo que ni se contempla.

Porque esta Camboya, la que dista sólo unos pocos kilómetros de Phnom Penh, vive en un continuo ‘flashback’, un encuentro con el pasado más lúgubre, con esa España que para mi generación quedó medio siglo atrás. Entonces, como aquí ahora, la gente sólo se preocupaba por llevarse algo caliente a la boca, y cosas tan elementales como propiciar una educación a los hijos era un lujo sólo al alcance de una selecta minoría. Aun así, y tímidamente, Camboya está experimentando su propia revolución de los 60. Los jóvenes defienden un estilo de vida diferente al que tienen y tuvieron que aceptar sus padres y abuelos. Los que pueden, e incluso los que no, visten a la moda, salen con quien quieren (incluso de su mismo sexo, algo impensable hace años) y se recogen a altas horas de la madrugada. Atrás quedó el trabajo sacrificado en los campos y la sumisión a un sistema del que todos recelan aunque no luchen por cambiarlo.

Pese a todo, siguen siendo la gran esperanza del país, fundamentalmente porque son mayoría, ya que el 40% de la población es menor de 16 años. En sus manos está que la corrupta clase política los tenga en cuenta, que los escuche y valore sus propuestas. Principalmente las de aquellos chicos que, en el ámbito rural, compaginan sus estudios con el sudor de los arados y la humedad de los arrozales.

Sea como fuere, vale la pena escapar por unos días del caos de la capital, del frenesí de sus avenidas, de la pomposidad de sus hoteles y restaurantes de lujo. Es casi una obligación montarte en un autobús durante siete horas para recorrer sólo 100 kilómetros; atravesar baches y fango tras una descarga del monzón; contemplar el imponente Mekong a su paso por Kratie, Kompong Cham y Stung Treng; sumergirse en palmeras de azúcar, históricas pagodas y pintorescas ruinas en Mondulkiri y Ratanakiri. Es necesario abrir el corazón a un pueblo castigado que nunca perdió su sonrisa. Es maravilloso poder descubrir que Camboya sigue viva gracias a sus provincias.





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